A Calixto le habían contratado para atender al público en una prestigiosa empresa de aceites jienenses. Cada mañana llegaba por costumbre 15 minutos tarde y en vez de tomarse 20 para el desayuno, los alargaba hasta completar los 40. Así, de paso, daba testimonio de su buen yantar.
En el puesto de venta solía explicar el evangelio. Repartía folletos y versículos que imprimía y recortaba en pequeñas porciones de cartulina allí mismo.
Los domingos, cuando le daban oportunidad en la iglesia, se levantaba con parsimonia, se colocaba las gafas (nadie sabía el motivo de tener que ponerse las gafas para hablar) y daba el parte:
Esta semana prediqué a 17 personas. La pasada a 32 y la que viene posiblemente a 50. Todo sea para la gloria de Dios.
Lo peor era que, de todos aquellos que Calixto nombraba como evangelizados, ninguno asomaba la cabeza por el lugar de culto. Él no se desanimaba pues, la semilla, había aprendido, tarda en crecer y dar fruto, y más si la tierra donde se siembra no es buena. A tiempo y a destiempo, le habían enseñado a Calixto, y Calixto lo memorizó muy bien.
Predicar, predicaba con esmero, eso hay que reconocerlo. Se hizo famoso repartiendo dípticos. Sin embargo, no despachaba aceite.
Seguramente corro el riesgo de pensar que para dar testimonio de fe, Calixto tenía que haberse convertido en el mejor vendedor de la empresa, el más puntual, el más honesto, el que más ayudaba a los compañeros, el que más respetaba al jefe, el más motivado...
Pero no fue así. Por eso, claro está, no le renovaron el contrato. El subidón por el Señor que vivía durante su jornada laboral no interesaba al empresario. Tampoco a los compañeros que se veían obligados a hacerle el trabajo y cubrir sus tardanzas.
Sería esa la razón por la que
encontró junto al finiquito el siguiente versículo manuscrito por el director en el reverso de una de las cartulinas que él repartía: «El que no quiera trabajar que tampoco coma» (2 Tes 3:10). Muy fuerte el texto, sí. Fortísimo. Debe ser duro para un hombre tener que pagarle todos los meses a otro que no ha cumplido con su obligación.
Pobre Calixto. Le habían despedido por este mismo motivo en diferentes empresas. Queriendo dar testimonio producía el efecto contrario.
Nuestro hombre, como le pasa a una servidora a veces por motivos diferentes, se sentía incomprendido.
No obstante, seguía sin ocurrírsele exhortar en su tiempo libre. En sus etapas inactivas nunca pensó ir al Instituto Nacional de Empleo y hablarles a los que formaban cola. Sus vecinos no conocían su fe. Tampoco sus amigos.
A pesar de que los suyos pasaban necesidad (bien lo sabe una por las malas lenguas que no callan ni de día ni de noche), que tanto su mujer como sus hijos le culpaban de la desgracia de la crisis familiar, que habían dejado de congregarse (como algunos tienen por costumbre y sólo Dios sabe el motivo),
él seguía convencido de que el mejor momento para hablar del Señor era durante la jornada laboral.
Puedo decirles, si no es mucho decir y ustedes me lo permiten, que ahí sigue el hombre, sin dar golpe. Reventando el sofá porque para eso es suyo. Rascándose la barriga que también es suya entera. Prestando atención a los partidos de fútbol porque es su hobby y necesita distraerse. Viendo los programas de Belén Esteban porque le entretienen mucho dada la calidad de los temas. Enganchado a los de Juan Imedio que busca pareja a la más
rara avis, porque nunca se sabe, tal y como está el patio de su casa, si tendrá que escribirle pronto.
Ahí está, pobrecito. Esperando que suene el teléfono. Que lo llamen de cualquier otra empresa. Confía en que Dios, además de proporcionarle cada día el maná del cielo, le dará nuevas oportunidades. No para sudar el pan que ha de llevarse a la boca sino para testificar de Él.
Calixto: ¿Trabajar o testimoniar? Mira que el resultado sería... cobrar o no cobrar.
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