Los cristianos tenemos bien aprendido el mensaje de salvación pero olvidamos que de nada vale si no argumentamos lo que decimos, si no nos arremangamos y vivimos un evangelio de afinidad con el prójimo.
Si aquello que digo y eso otro que hago no va conectado por la misma melodía quizá sea el momento de plantearme qué significado tiene para mí la palabra integridad.
Si mis mensajes son pronunciados con los tecnicismos apropiados, con la teología precisa capaz de argumentar y refutar a otros, pero carece de la sencillez para llegar a quienes no poseen entendimientos doctrinales, quizá no esté siendo consecuente con la verdadera esencia del evangelio.
Vivimos rodeados de grandes oradores, cada cual ocupando un prestigioso lugar. Personas de ámbitos muy distintos que vierten en sus oidores palabras sobradas de carisma, promesas de calidad de vida, bien tejidas frases que ejercen en la sociedad un sorprendente poder de seducción.
Viven inmersos en sus convicciones, se aferran a ellas con gran fidelidad. Pero lo que dicen y lo que hacen no va siempre de la mano. Hacen promesas que no cumplen, emiten frases que sólo suenan bien pero que no tienen más relevancia que la de su grata sonoridad.
Dentro de las iglesias nos estamos acostumbrando a formas muy similares. Los cristianos tenemos bien aprendido el mensaje de salvación, somos capaces de recitarlo como un aprendido credo y dramatizarlo para conquistar almas. Olvidamos que de nada vale si no argumentamos lo que decimos, si no nos arremangamos y vivimos un evangelio de afinidad con el prójimo.
Caemos en el error de utilizar un lenguaje que asusta, que aleja.
Un dialecto sobrio y carente de sencillez que provoca en el alma sedienta la sensación de estar dialogando en un idioma diferente.
Cuando Jesús se acerca a hablar con la mujer samaritana no le habla de la misma manera que a los fariseos o a los escribas, sabe ponerse en la piel ajena y transmitir con sencillez una verdad inefable. Se allega al pobre mostrando con sus acciones lo que predica con sus labios.
En eso estamos fallando. Nos volvemos más receptores pero comunicamos menos. Vamos cada domingo a la iglesia y recibimos la palabra, tomamos nota de ella y la meditamos de vuelta a casa mas nos equivocamos a la hora de transmitirla, queremos hablar de nuestro Dios de amor con gestos amenazantes, con severidad y amedrentando con la idea del fuego eterno, olvidando quiénes somos y de qué forma fuimos rescatados.
Se puede proclamar a Dios con los ojos, con las manos, con los oídos. Cuando somos capaces de acariciar el corazón dañado y cuadrarnos ante un problema ajeno, estamos predicando el evangelio. Cuando entornamos la mirada y vemos con indulgencia los errores de otros, estamos anunciando al autor de la vida. En el momento en que sometemos nuestros deseos para hacer realidad los de otros, estamos haciendo que el amor resplandezca y actúe.
Si miramos con ojos de humildad aquello que por gracia nos ha sido dado, descubriremos gozosos el privilegio que tenemos de ser llamados hijos de Dios.
Poseemos infinidad de recursos puestos a nuestra disposición.
Si somos capaces de verlos y sentir la misericordia con la cual hemos sido tratados entraremos en la sala del agradecimiento.
Veremos con ojos nuevos como Dios ha tenido a bien darnos grandes dosis de su amor para posibilitarnos todo aquello que poseemos.
Seremos consecuentes con el término integridad y haremos lo que decimos.
Seremos oidores y hacedores de las enseñanzas del Padre.
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