Hasta que se lo explicaron en un curso intensivo sobre la tontera de los días.
Un día tonto, eso le enseñaron, es algo así como tener una jornada obtusa, o hipotenusa (diría ella). Es sentirte rara; cuestionarte tu pasado y tu presente; no tener claro cuál va a ser tu futuro e importarte lo más mínimo. Es no saber actuar ante lo que tienes delante... Un cóctel de sentimientos que no terminan de encajar en el puzzle compuesto por esas veinticuatro horas insalubres.
Aunque ella era joven le advirtieron que el día tonto no entendía de edades y hacía acto de presencia cuando le venía en gana, o sea, cuando más importunaba.
Es peligroso, le dijeron a Teresa, porque una se siente vulnerable, frágil, dubitativa, cobarde a más no poder o desmesuradamente lista. Durante este periodo se es incapaz de dar un no por respuesta si se tercia algún asunto inadecuado, como si una fuerza maléfica actuara eliminando la voluntad propia.
En un día así, podías ver zarandeado tu estado civil. Convertirte en soltera, casada, viuda o monja, o en todos a la vez. Podías volverte ratera o caritativa. Asesina o perdonadora de vidas. Podías interpretar infinidad de roles.
En los días tontos cualquier cosa es creíble. No se ve la cara fea de la moneda y todo te parece permisible. Reina la inocencia infantil de quien no concibe la maldad humana, te vuelve idiota de remate, los piropos parecen ciertos, temiblemente sensuales.
Lo peor de tener un día tonto es, eso afirmaron, que no se detecta, no se ve venir. Es como estar convencida de que caminas sin problemas y de pronto caes en un agujero porque se te acaba el suelo. Puedes entrar en la trampa con tanta facilidad como se respira el aire contaminado sin saberlo. En fin, una vez dentro, a no ser por intervención divina, resulta imposible salir airosa.
Ocurrido esto, el siguiente paso son las lágrimas y el arrepentimiento, eso le dogmatizaron a Teresa, pues una se siente huérfana entre huérfanos, apartada de todo y recelosa, como si el día anterior te hubieses suicidado y de nuevo estuvieses viva, llena de cicatrices dolorosas sin saber donde asistir para curarte.
Una gran culpa te llena por dentro y te rebosa. Este estado lleva a guardar silencio, incluso a mentir si fuese necesario. Con nadie quieres hablar de lo que has hecho. Sientes vergüenza. Una garra oscura se adueña de tu pecho y te lo aprieta, y aunque la humanidad no logre distinguir tu estado ni le importe, a ti te angustia una barbaridad.
No obstante, te quedan por delante dos opciones, así finalizaron la enseñanza. La primera es hundirte en la miseria, no levantar jamás la cabeza. La segunda y más oportuna para el bien propio y el de los que te rodean es echar a lo hecho pecho. Esto le aconsejaron. En lugar de pararse, ir hacia delante; contra la caída, levantamiento; contra la pena, alegría; ante la cobardía, valentía.
Terminó las clases sabiendo bien el tema: Un día tonto no es un día normal y corriente como todos los demás. Sacó buenas calificaciones y un diploma en A3. También se trajo pegado al alma un miedo que hacía tiempo no sentía, porque entendió el mensaje central del taller intensivo de ocho horas en verano, con calor sofocante, sin aire acondicionado.
Por eso,
nada más salir del edificio y despedirse de sus colegas, miró al cielo, tomó aire varias veces hasta llenarse los pulmones de pureza, estaba segura, e hizo una plegaria tan breve como firme:
¡En el día tonto, por favor, Señor, rescátame!
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