Salvar al finado Ryan

A las ocho de la tarde. Eran las ocho en punto de la tarde. El hombre entró al templo vestido de blanco. Un cántico espiritual ya prevenido. Rompió Rodrigo a entonar a las ocho de la tarde. Lo demás era muerte y sólo muerte a las ocho de la tarde. A continuación arrancó Rodrigo en alabanzas. Eran alabanzas dedicadas a Ryan a las ocho de la tarde.

Todos los presentes escuchaban atentos. Algunas cabezas asentían felices. Otros grupos guardaban silencio en las esquinas. Hablaba Rodrigo y contaba el comportamiento ejemplar, las obras de caridad que había hecho Ryan cuando vivía, lo bien que había educado a sus hijos, lo mucho que quería a su esposa. Afirmaba que Ryan había sido durante toda su vida un hombre de fe temeroso de Dios, igual que toda su familia. Todo eso hablaba Rodrigo a las ocho de la tarde sobre el finado Ryan.

Aconsejó que los presentes se dirigieran al difunto si necesitaban cualquier cosa, que él se encargaría de proporcionarlas puesto que, al estar en el cielo, tendría poder para ejecutar milagros (¡qué palabra más fea es ejecutar!). Aunque nunca antes había oído hablar del finado, Rodrigo dijo a las ocho de la tarde que todo fue hermoso en la vida de Ryan. Jamás había cruzado con él dos palabras, ni se habían tomado un café juntos, ni había visto una foto suya, ni le había visitado en momentos de necesidad. Esto ocurría a las ocho de la tarde. A las ocho en punto de la tarde.

Se hubiese o no arrepentido, Rodrigo le salvó de sus pecados. Lo ascendió a los cielos. Se saltó el evangelio con pértiga ¡Ay, qué terribles ocho de la tarde! ¡Eran las ocho en todos los relojes! ¡Eran las ocho en sombra de la tarde!

(Pobre simulación pobre del poema "La cogida y la muerte" de Federico García Lorca trasladada a una misa de difuntos)