Todos los almuerzos del supuesto banquete eran iguales. Cada fecha señalada les ofrecían el mismo menú: Pan y agua. Hablaban con palabras persuasivas, proporcionándolo con gran pomposidad, como quienes ofrecían el mejor alimento:
Aquí ponemos toda la carne en el asador. Esto es alimento de ángeles, ¡comida del cielo!
La pieza de pan iba envuelta, unas veces, en la fotocopia a todo color de un entrecot de ternera con guarnición de patatas y verduras. Otras en el póster tamaño A3 de una lubina a la sal con arroz, ajetes y setas del tiempo. El agua llevaba cierto colorante tinto o rosado, según tocara, que hacía que pareciera vino, pero no lo era.
El pan era pan y además estaba duro. El agua era agua y estaba sucia. Ambos se servían con cubiertos de un solo uso para no dejar ni rastro en los desagües.
Al terminar la comida, sin postre, ni café, ni copa, ni puro (aunque todo esto iba incluido en la minuta), muchos salían a la calle eructando. El engaño era tal que los inocentes se comían la foto y el agua coloreada confiados en que, viniendo de tan expertos cocineros y costando lo que costaba, todo era excelente. Entre sonrisas se daban palmaditas en la espalda; masajeaban sus pronunciabas barrigas llenas de viento y se relamían los labios. De ahí, cada cual en su casa, dormían un rato la siesta y se levantaban de nuevo con lágrimas en los ojos buscando algo en la nevera.
A los hombres los trajes empezaron a quedarles grandes, las hombreras descansaban en los codos y les temblaban las rodillas. Ellas, demacradas, vivían felices su mágica anorexia.
Cuánto más pan y más agua, más desnutrición, más debilidad.
Fue una mujer quien, harta de tanto engaño y por no sufrir más dolores de estómago, levantó la voz denunciando la mentira:
¿Os dais cuenta? ¡Nos tienen engañados a pan y agua!
Los del bando contrario intentaron taparle la boca con esparadrapo primero, ignorarla envolviéndola con cinta aislante de la más ancha después y, más tarde, con la amenaza de no dejarla entrar más al comedor. Los comensales se retiraban de ella como de la peste...
No obstante, una vez corrido y saboreado el riesgo que produce decir la verdad en voz alta, continuó con su cantinela para quienes quisieron escucharla:
¿Os dais cuenta?¡Nos tienen engañados a pan y agua!
Los seudo cocineros de los falsos banquetes se reunieron en secreto en la hermética sala frigorífica del restaurante para preguntarse con cierta inquina quién era aquella que con tanta frescura les había descubierto el pastel. ¿Acaso la desgraciada entendía algo de sabores..., de cocina? ¿Tenía el paladar suficientemente desarrollado para opinar? Rieron. Todos rieron a carcajadas. ¿Una fémina se atrevía a desafiarles?
Consultaron con fiereza los libros más importantes de
Recetascamufladasconaire, revisaron con lupa las imágenes de colores que las ilustraban y se ocuparon, por pura conveniencia, en poner en práctica ese mismo día las respuestas que encontraron:
No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.
Tomaron la decisión de que unos cuantos gastrónomos novatos se ofrecieran voluntarios para investigar el pasado y el presente de la susodicha. Averiguaron, o eso inventaron, que de cocina, lo que se dice de cocina, no entendía mucho. De ahí pasaron a augurarle públicamente un mal futuro por atreverse, a todas luces, poner la mosca detrás de la oreja del personal engañado.
La mosca. ¿Seguiría la mosca viva mucho tiempo o encontraría pronto la muerte tras el lóbulo? ¿Cuántas maneras había de matar la mosca?
A la mujer le ordenaron que cerrara la boca; le advirtieron y conminaron al silencio al mismo tiempo que subían y bajaban el índice derecho (recto, muy recto) al ritmo de sus vigorosas palabras.
Se equivocaron, pues no obedeció. Era cierto que de sobras de pan duro y agua sucia sabía lo puramente necesario. Sin embargo, dondequiera que se encontrase, conocía el hambre; el hambre que produce delgadez; el hambre que quita el sueño y da preocupaciones... El hambre.
Todos conocen cómo se fortalece la inteligencia cuando se tiene necesidad de alimentos, cómo se agudiza el ingenio...
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Colosenses 2:4
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