El éxito no lo es todo

En este tránsito existencial vivimos en un continuo paréntesis: un estar Allá estando aquí; un persistente madurar palabras, pero también silencios (mucho nos falta para aprender a valorar la importancia de los silencios); un qué hacer entre ética y moral (pugna eterna, naturaleza humana y costumbres a veces adobadas de abundante hipocresía, dogmas, manuales frente a pureza natural…); un desbocado querer ganarlo todo en esa búsqueda del éxito que encumbra, que ofrece el relumbre de los flashes o una abultada cuenta bancaria…

Pero el éxito conlleva más peligro que el fracaso, y si un ser humano se deja envolver por el manto neblinoso del triunfo aparente, más temprano que tarde se dará cuenta que el éxito no lo es todo, que quien alcanza cierto reconocimiento tiene que estar doblemente precavido, alerta ante los cantos de sirena.

No todo lo que le acompaña es negativo, pero impone unas reglas de juego basados en la desigualdad y la impostación, en las necesidades del sistema, en tener que vivir tu vida tal y como quisieran los demás, que, por lo general, no siempre coincide con tus propias aspiraciones.

Y es que el éxito más pleno al que debiéramos aspirar es aquel que nos ayude a completarnos a nivel humano, a la paz espiritual, al sosiego que propicia vivir la vida con capacidad de disfrutarla y, desde tal estado, poder darte a los demás sin importarte si lo que haces será portada de revista o noticia del telediario, si haces ‘carrera’ corriendo detrás de todo (que es Nada).

Darte a ti, darte a tu familia (padres, mujer, marido, hijos, hermanos, sobrinos…), darte a los demás.

Y si tienes a Dios en tu corazón, sabrás querer imitar al Amado galileo, remando a contracorriente, luchando por causas que otros dan como perdidas, salvándote de nocivas tentaciones materiales o de querer hacerte el divo…

El éxito a cualquier precio es peor que el fracaso.

No lo olvidemos jamás.