Son los charlatanes de feria del siglo XXI, que dejaron su carreta a cambio de un buen asiento cerca de los púlpitos. Venden versículos “solucionalotodo” en turbios frascos de material desechable. Todo a la moda.
Estos falsos profetas hablan de lo que no conocen. Prometen falacias. Espurrean veneno disfrazado de fresas emborrizadas en leche condensada, que llenan y al rato arden en el estómago.
La gente los adora. Salen contentos, flotando en el aire.
Es muy distinto exhortar que mentir. Por eso, estos, más que hablar, gritan, para que su falso mensaje nos entre bien por las orejas, haciendo creer que sus palabras son ciertas y es necesario berrear para demostrarlo.
Son los profetas de la autoestima. A ellos nadie se atreverá a cortarles la cabeza como a los profetas de la Biblia. Su vida está garantizada.
Hablan como si nos hubieran parido. Como si fuésemos obra de sus manos. Como si nuestro destino dependiera de ellos, de su verborrea facilona.
Andan sembrando mentiras que nunca germinan en cosa buena ya que sueltan la pedorreta y se largan con la música a otra parte. No cultivan lo que plantan. No abonan. No riegan. No limpian la cizaña. Para ellos el trabajo es fácil.
Se restriegan las mentiras que pronuncian con kilos de vaselina para entrar con facilidad en el interior de nuestras almas.
Nos tratan como si estuviésemos faltos de luces.
Llegan con su falso mensaje, ajenos al meollo de lo que se cuece en nuestras congregaciones.
Son vendedores de frases en nombre de Jesús por dinero (¡Pero qué bien hablaba Jesús!, ¡qué negocio!).
Manipulan a granel.
Se entusiasman con el eco de su propia voz. Se gustan.
Ni conocen nuestra idiosincrasia ni les interesa.
La fuerza de su mensaje está en los gritos.
Hablan y disfrutan con su propia contentura. Se lo pasan bien. Terminan satisfechos.
Mientras profetizan caminan de un lado a otro de la plataforma. Marean, distraen con las puestas en escena de sus dinámicas de grupo.
Se muestran joviales y tienen espíritu de carcamales. Son como los camaleones.
Dicen que traen lo que no tenemos sin saber lo que tenemos, y además, se atreven a decir esto sin conocernos de nada.
Saben que confunden y piden amenes al final de cada una de sus dichos para que no nos demos cuenta de sus estratagemas. Y efectivamente, al poco rato estamos en los pasillos, tan gordos que no cabemos en los asientos.
Sobreactúan de tal modo que cualquiera diría que se han dopado. Ríen sin venir a cuento.
Traen esperanza vacía que dura lo que el culto dura.
Piden aplausos del mismo modo que se piden para los payasos de circo.
Hablan de estrategias a seguir, de las maneras que hay que usar como armas. Como si el propio mensaje de Cristo no fuera por sí solo válido.
Me pregunto si el mensaje sería el mismo si no hubiese apoyo económico por medio. Si nos llamarían guapos, gente perfecta, incomparables...
Me pregunto si dirían la verdad si no se les diera dinero. Quizás entonces hablarían de nuestros fallos, de las cosas en las que tenemos que mejorar. Pero claro, en esto tampoco acertarían ya que no nos conocen ni en lo bueno ni en lo malo.
Me pregunto si es verdad que no hay hijos e hijas de Dios en las iglesias de España que puedan dar mensajes proféticos, si tan necesario es que tengan que venir del extranjero con tanta farfolla.
Terminan con su charlatanería y se lavan las manos como Pilatos, dejándonos con la grosura de toxinas, dañinas, saciadoras del ego, aumentadoras de colesterol espiritual en las paredes de las arterias de nuestra fe, con la ambulancia en la puerta.
Si lo que queremos es tragarnos este tipo de mensajes, sigamos así pues, démosles cabida a todo tipo de bazofia.
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