Querido amigo. Contesto su carta de la semana pasada con toda prontitud. Como puede ver, encabezo mi escrito con unas frases que llevan a la reflexión.
Le conozco y creo sus palabras. Gran parte del estado en que se encuentra la mujer es, en muchas ocasiones, flaqueza de ella misma. Soy testigo de la pasiva aceptación, sumisa y descarada ante cualquier argumento expuesto por alguien a quien ella acepta como autoridad.
Son numerosas las que, aún en el siglo XXI, viven convencidas de que, por la gracia de Dios, tienen otro estatus inferior al del varón. Les gusta dejarse guiar. Se consideran menores de por vida. Disfrutan representando el papel de niñas inocentes. Permanecen al margen de los asuntos que los adultos, o sea ellos, se traen entre manos. Presumen satisfechas de su minusvalía personal, tanto intelectual como espiritual y ven como algo positivo su falta de decisión en temas que consideran importantes y, por lo tanto, propios de varones. Lo sé y usted lo sabe, es increíble pero cierto.
Los señores que ejercen en las iglesias como si el elixir de la justicia divina les corriese por las venas, actúan como dioses, otorgando y quitando dones a su antojo. Lo hacen, nada más y nada menos, en nombre del Espíritu Santo, ¡quién mejor! Ignoran (quiero pensar así) que en su fuero interno intentan desventuradamente manejar a Dios como si fuese una marioneta.
Usted comprende bien a lo que me refiero. Conoce además los recursos que usan, esa maraña de textos que pronuncian con la avidez que su memoria les permite, que arriman temblorosos como ascua a su sardina, tras los que esconden su miedo a nuestro sexo, nuestra inteligencia, responsabilidad y nobleza en lo que creemos. Recuerde: necesitan oración incesante.
Por otro lado, sabemos que no todo está perdido, aún quedamos los que no nos rendimos, los que por encima de la autoridad que quieren imponernos, conocemos, a veces muy a fondo, las miserias de quienes las imponen. De ahí que no nos atemoricemos ni sintamos menguada nuestra libertad al expresarnos. Demos gracias al Señor por ese otro grupo formado por ambos géneros liberado de la opresión. Intercedamos por las mujeres que se sienten plenamente felices de serlo y no dudan de sus dones y capacidades. Mujeres conscientes de ser personas. Sin embargo, es penoso que esto las lleve a vivir en constante lucha. Se sienten amenazadas, no sólo por el orgullo de sus hermanos sino por las que pertenecen a su propio género. ¿Cuánto queda, amigo mío, para que desaparezca tal ceguera; para que en la prepotencia anide un poco de humildad y el entendimiento se abra sin miedo al evangelio de Jesús? ¿No habría que erradicar tantos falsos convencimientos? ¿O son excusas inventadas?
Continuemos con nuestra misión.
Permítame terminar, como hice al principio, con otra cita ilustradora referente a nuestro tema epistolar.
“El veto a la participación de la mujer en los ministerios de la iglesia, en consecuencia, tiene implicaciones muy serias. Implica que la identidad del hombre y la mujer como imagen y semejanza de Dios no ha sido plenamente restablecida nunca, y que el foro donde la mujer debe sentirse segura –en el seno de la familia de la fe, en la iglesia- es el único lugar donde no debe pronunciar palabra alguna.” S. Stuart Park (La figura de Eva en la eclesiología de Pablo. Revista Alétheia nº 37).
Responda pronto, no sabe cuánto bien me hace saber que en usted no hay acepción de personas.
Un abrazo
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