Un anuncio en estas Navidades transmite la exaltación del yo, entronizado, convertido en eje alrededor del cual todo gira.
Los anuncios publicitarios no dejan de ser un caudal inagotable de información, pues más allá del producto que quieran vendernos en realidad lo aleccionador no es lo que venden sino el mensaje con el que lo quieren vender. Ya se sabe que en las fechas de Navidad unos de los más asiduos son los de colonias, que continúan explotando todo lo que podría considerarse superado, desfasado e incluso ofensivo, sin que haya una merma en sus ventas, lo cual significa que después de todo los viejos estereotipos de siempre no han perdido un ápice de vigencia, por más que se pretenda haberlos dejado atrás.
Si una faceta del sexismo es la utilización de la mujer como reclamo, lo cual está denostado desde instancias oficiales y no oficiales, los vendedores de colonias parecen no darse por enterados del asunto. O si se han enterado les trae sin cuidado, ya que ellos van a lo suyo, que es vender cuanto más mejor, siendo el sexismo una palanca inmejorable para apelar a los compradores masculinos. Si por un lado se deplora cotidianamente todo lo que tenga que ver con la desigualdad entre hombre y mujer, condenándose sin paliativos la idea del varón como macho y de la mujer como objeto, las colonias promueven precisamente esa idea, en la que la mujer es un mero placer, entre muchos otros, que el afortunado varón del perfume embriagador tendrá a su disposición, como remuneración merecida. La idea de la mujer como el descanso del guerrero en la Edad Media se traslada, con la publicidad, al siglo XXI y en ese sentido no hay mucha diferencia entre la bárbara y oscura sociedad medieval y la moderna y sofisticada sociedad actual.
Claro que hay que comprender que si se priva a la colonia de esa apelación ¿qué otra le va a quedar? La igualdad entre sexos puede ser políticamente muy correcta, pero no sirve para vender fragancias. Tampoco serviría de nada la anulación sexual de la mujer como imán irresistible, porque ¿dónde está el varón que quiera perfumarse si no existe un atractivo deleitable a conquistar? Así que en lo que respecta a este mundo de los olores las cosas seguirán como siempre, en el eterno juego del deseo de posesión de él por ella y de la explotación del atractivo sexual de ella ante él.
Pero fuera de la esfera de las fragancias me ha llamado la atención un anuncio sobre la telefonía móvil, en el cual la obtención del último modelo que ha salido al mercado tiene como tema musical una famosa melodía acompañada de una letra muy escueta, parafraseando la original, resumida en dos palabras: Me amo. Esas dos palabras brotan de lo más profundo en el feliz y extasiado poseedor del artilugio, que, fascinado por ser dueño del mismo, canta y repite 'me amo', embelesado y transportado gracias a la experiencia arrebatadora del móvil. Su proclamación a los demás y su contagioso júbilo se expresan en esa divisa sublime, 'me amo', en la que el amor hacia el propio ego es lo fundamental. Es el yo de siempre, pero elevado a categoría exponencial. Es el yo entronizado, convertido en eje alrededor del cual todo gira, en una apoteosis de narcisismo y en una vorágine de auto-enamoramiento.
Pero no puede ser verdad que una cosa insustancial y material pueda proporcionar algo sustancial e inmaterial, a no ser que previamente se haya degradado la categoría de lo sustancial y se haya elevado la de lo insustancial, para lo cual está precisamente pensada la publicidad. Tampoco es verdadera la idea de que el amor a uno mismo sea la fuente de la felicidad; más bien es lo contrario, ya que el vacío y la desazón son las amargas secuelas que deja. Es llamativo que sea en la época de Navidad cuando se lanzan estos mensajes, que giran en torno al amor, porque si de algo habla la Navidad es precisamente del amor, si bien hay una diferencia abismal entre este amor de la Navidad y el otro de la publicidad.
Por eso yo prefiero cantar y proclamar otro mensaje que también habla del amor, pero no de mi amor por mí, sino del amor de Dios por muchos y también por mí. Un amor inmerecido, sacrificado y fiel. Sin par. Un amor que me rescata de la tiranía ególatra. Es el tema de un himno, cuyo autor fue Frederick M. Lehman, y que dice así:
¡Oh amor de Dios! Su inmensidad
el hombre no podría contar,
ni comprender la gran verdad
que Dios al hombre pudo amar.
Cuando el pecar entró al hogar
de Adán y Eva en Edén,
Dios les sacó, mas prometió
un Salvador también.
¡Oh amor de Dios! Brotando está,
¡Inmensurable eternal!
por las edades durará,
inagotable raudal.
Si fuera tinta todo el mar
y todo el cielo un gran papel
y cada hombre un escritor
y cada hoja un pincel,
nunca podrían describir
el gran amor de Dios
que al hombre pudo redimir
de su pecado atroz.
Y cuando el tiempo pasará
con cada reino mundanal
y cada reino caerá
con cada trama y plan carnal.
El gran amor del Redentor
por siempre durará,
la gran canción de salvación
su pueblo cantará.
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