Nos has dejado con la sensación de deuda por tu amistad, y por haber caminado junto a tu sombra de niño de corazón y gigante de talla humana.
Ayer sábado 13 de diciembre asistí al acto de despedida a Manuel López. Un viaje de muchas horas de Madrid a Dénia –ida y vuelta- en coche, precedido de la precipitada cancelación de unas Jornadas de periodismo en Burgos a las que debía haber asistido (y por lo que de nuevo pido disculpas a los organizadores, ahora públicamente).
Pero no podía dejar de estar en ese momento en Dénia. No me lo habría perdonado mi conciencia, ni mi corazón.
No ya por el personaje público, aunque lo merecería sólo por eso. Siempre he dicho que él y Juan Antonio Monroy son los dos grandes periodistas de la España protestante contemporánea.
Tampoco sólo por el hecho de haber sido uno de los pioneros en colaborar con Protestante Digital en sus inicios por varios años, hace más de una década, y por habernos elegido en este último periodo (antes del fatal diagnóstico del cáncer que finalmente ha acabado con su vida) como el medio evangélico en el que publicaba semanalmente sus artículos. Aunque sin duda el agradecimiento a su aportación y esfuerzo son enormes.
Los motivos fundamentales han sido tres, y todos ellos hablan de la imagen de ese ser humano especial, único, irrepetible, que fue Manuel López Rodríguez.
La primera su generosidad. En su desprendimiento de lo material, en su aportación sin esperar nada a cambio (como mucho, la justa valoración a su trabajo y afecto a su persona), y en la capacidad de poner por encima de todo los puentes de relación personal y afecto. Yo tuve diferencias con él, que nos distanciaron un tiempo doloroso. Pero en el primer momento en que se pudieron rehacer los lazos el afecto brotó porque siempre había estado ahí, por su parte y por la mía. Su generosidad era limpia y libre de rencores.
La segunda su sencillez. No buscó protagonismo, ni se aferró a ningún puesto (algo que siempre condenaba en la vida social y religiosa). Tampoco practicó el “postureo evangélico”, esa forma clónica de hablar correctamente en lo que se supone que es el tono espiritual adecuado. El era como era, en toda su enorme humanidad. Equivocándose (lo que sabía reconocer antes o después) y acertando (lo que ocurría a menudo).
La tercera su entrega, algo que hizo real de forma patente tras ser diagnosticado de cáncer a principio de este año. No falló una semana en enviar a tiempo su artículo de “Leyendo fotos” a este medio. Recuerdo un par de veces que decía “por favor, corregid los fallos, tengo los dedos dormidos por la quimioterapia y me cuesta escribir bien”. Su pasión por la vida iba a la par de su valor ante la muerte. Como dijo Martín Lutero, “si supiese que iba a morir mañana, yo hoy plantaría un árbol”. Manolo plantó un huerto entero.
Fruto de todo ello, o unido íntimamente a estas tres razones, está su amistad. Pocas veces en persona, muchas a distancia, por email, siempre sentí su cariño, su aprecio, su pensamiento profundo. No porque yo fuera especial, sino porque él lo era. Lo he constatado en este mismo acto, personas tan diversas, incluso tan opuestas, reunidos en torno al cariño recíproco por Manolo López. Sin hacerle perfecto, pero con la sensación de deuda por su amistad y por haber caminado junto a su sombra de niño de corazón y gigante de talla humana.
Él ha entrado en la tumba cerrada de la muerte. El Jesús a quien amamos ya le habrá dicho “levántate y haz fotos”. Porque Manolo no anduvo con sus pies, sino respirando por los ojos, por el diafragma de sus cámaras, a lo que acompañaba de una redacción vital y exquisita. Ahora guardará las instantáneas en la nube de allá arriba.
En un abrir y cerrar de ojos estaremos contigo, adorando a Aquel que nos salvó. A aquel que es perfecto en sencillez, entrega, generosidad y mano amiga para con nosotros; y del que tú –Manolo- quisiste y supiste ser reflejo en esta Tierra.
Soli Deo gloria.
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