Cenicienta se pasa todo el rato importunándome, poniendo ante mis ojos todo aquello que no he empezado o he dejado sin terminar.
—¡Que me dejes!, le digo, ¡que me dejes ya! ¿Acaso me van a dar una medalla?
Y hace oídos sordos a mi súplica y sigue con lo suyo, vomitando “peros” constantemente.
—Pero el trabajo de casa es tuyo, solo tuyo y nada más que tuyo. Pero angelicos tus niños que no les ha dado tiempo a recoger; pero pobrecito tu marido que está cansado; pero no te has dado cuenta que te falta Fairy, el milagro antigrasa en el que siempre puedes confiar; pero si Don Limpio te deja esto brillante en un momento sin ningún esfuerzo; pero todavía no has probado Kalia Vanish; pero si con el Cillit Bang la suciedad se va en un bang; pero si tienes una montaña de ropa tan grande que tendrá que ser Mahona quien venga a ella...
—¡Y yo qué!
Entonces, con un genio de perros, se va dejándome con la frase a medias. Me da una rabia...
El gen de Cenicienta entró en mi vida, o me lo instalaron, cuando yo era muy pequeña, me pilló distraída y aunque le he abierto las puertas millones de veces para que se vaya, sigue ocupando las mejores habitaciones de mi cerebro. Fíjense en la incongruencia: siendo Cenicienta, tiene dotes de mando.
La echo y se queda.
Tengo que confesarlo. A veces, casi hemos llegado a las manos. Es más, se ríe en mi cara haciéndose la graciosa, sabiendo yo que no hay peor graciosa que la que pretende serlo, ¡qué cansina!
Es puro nervio. No me respeta y, cuando estoy descansando, viene a sobresaltarme. Cada media hora se ofrece a ponerme una transfusión de café en vena para que espabile.
¡Me dan ganas de amarrarla a una butaca!
—Nena, para los manojos de nervios hay preciosos jarrones de valeriana, ¿vale?, enciérrate en uno, bonita y relájate.
Ahora también le ha dado por colocarme ante el espejo y me dice que no vista ni me arregle de esta manera, que ya tengo “cierta edad” ¿qué querrá decir con “cierta edad”?, que ahora toca cortarse el pelo, cardarlo y cubrirlo de laca hasta que parezca de cartón piedra. Y yo, intentando por mi cuenta disimular los años. Tendrían que ver como me regaña. No la soporto.
Para pararle un poco los pies, me atrevo a veces a contestarle con palabras mayores.
—Mira, guapa, tú que tanto me enseñas. Tú que, aunque lo niegues, en el fondo de tu alma lo único que esperas es que aparezca un paje y te pruebe un cursi zapato de cristal, te digo, ¿recuerdas a Marta, la de la Biblia?
–¿Marta?..., ¡claro que sí!, la hermana de María, la que tenía a Lázaro como los chorros del oro y siempre estaba arremangada... ¡Ella sí que era una mujer de su casa!, tendrías que aprender de ella.
—Pues te equivocas, bonita, mira lo que le decía Jesús:
Marta, Marta, estás preocupada e inquieta por muchas cosas; sin embargo, solo una es necesaria. Jesús, Jesús sí que era defensor de las mujeres.
Cuando le hablo de esta manera, se calla, sale a la calle dando un portazo y yo aprovecho ese rato para hacer lo que apetezca.
Amiga, tengo curiosidad por preguntarle: ¿dejó usted entrar una Cenicienta en su vida? Pues ya sabemos como empezar a echarla.
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