Sin entrar en lo ocurrido en el Museo de Cera con la figura del ex-yerno del rey, quiero reflexionar sobre el hecho en carne propia.
Se me antoja imaginar (la imaginación ni tiene límites, ni cuesta dinero, usted lo sabe) que a un diocesillo de este mundo se le metiera en la cabeza concederme el honor de bañarme en vani-cera y no parara hasta conseguirlo. ¿Cómo me sentiría? Primeramente disfrutaría de lo agradable y lo bien que le sienta a mi cuerpo el calorcito. Soy humana. Después, me vería importante, idealizada ante los demás. La envidia que provocaría mi nuevo look haría que viviera feliz. Pensaría “ahora soy alguien”.
La capa de vani-cera no duele. Te la ponen sin hacer uso de la cirugía. Disimula bastantes defectillos y da un aspecto aparentemente saludable.
Lo malo vendría después, cuando empezara a endurecerse por el frío. Porque el frío llegaría. Me lo enviará el prójimo a quien ahora miro por encima del hombro. A continuación, el bochorno me llevaría a meterme en hielo cuatro ratos para que el compuesto no perdiera propiedades. O sea, me convertiría en una persona de mírame y no me toques. Me volvería tremendamente delicada al trato, o intratable, como usted quiera.
Durante esa primera época, el estímulo del ego me llevaría a fortalecer las relaciones con la deidad que me eligió. Querría más. Todavía no sé lo que me espera.
Más tarde, aparecerían los efectos secundarios del proceso. Empezaría a pesar como una losa sobre mi piel. Me impediría el libre movimiento. Oprimiría mis pulmones y acabaría asfixiándome. Hasta entonces no me habría dado cuenta de que he caído en una trampa. Entendería que mi vida ha sido comprada. Lo he permitido.
Guardando silencio y viviendo ya como esclava, recordaría mis tiempos de carne y hueso, mi flexibilidad, mi libertad, mis amigos. No obstante, un estatus así tendría su importancia y aún aguantaría más. Dejaría pasar el tiempo. Haría la vista gorda sobre mi situación, la negaría y, aunque me asaltaran pensamientos de huída, descartaría la idea porque sabría que además, en el contrato, iban mis fuerzas a cambio de un tratamiento continuado.
Por otro lado, el dios generoso de quien me he hecho tan amiga, no dejaría de amenazarme con sus supuestos buenos consejos: “¿Adónde vas a ir con tu imagen verdadera? ¿no ves lo que he hecho por ti, so desgraciada?” Y por lealtad, y por miedo, yo seguiría despreciando mi auténtica personalidad.
Sin embargo, si de alguna manera, el error en el que he caído molestara mi conciencia de tal forma que consiguiera fortalecerme haciendo uso de las pocas luces que me quedan..., si, en contra de mi dueño, llego a tomar una decisión firme y rompo el molde que me cubre..., si decido de nuevo hacer uso de mi libertad..., en tal caso, mi amo se vengaría arrancándome la vani-cera públicamente a tiras. Y si te vi no me acuerdo.
Pero si esto que comento, en vez de ser un antojo de la imaginación, ocurriera de verdad (no lo permita Dios), tendría que estar preparada y ser fuerte para sufrir las consecuencias de mi error, porque, si bien vale la pena corregirse, ¡cómo me dolería la epidermis mientras me recompongo de nuevo en lo que soy!
Si usted quiere, sitúese en este supuesto y verá que es mejor vivir honestamente. Acéptese tal cual es. Nunca se deje esclavizar por nadie. Y, sobre todo, salga corriendo si la trampa se le arrima lo más mínimo.
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