Un amanecer, el profeta se echó a andar por los traicioneros caminos del mundo y, al acercarse a las puertas de una pequeña ciudad sin nombre propio, vio en su interior lo que parecía la figura de
un hombre desalentado. Se acercó un poco más para certificar su sospecha. Antes de pronunciar sus palabras, dejó al descubierto la cicatriz de una herida que marcaba su costado. Entonces le dijo: “¡Levántate! Es necesario que camines”. Y por el poder del que hablaba, el que estaba enfermo de desidia, se levantó y caminó.
Aquél profeta descansó un rato antes de continuar su cometido.
Más tarde, en la misma ciudad, fue en busca de una mujer de quien supo que,
por causa del miedo, permanecía muda desde hacía veinte años, y le dijo: “¡Levántate! Es necesario que hables”. Y aquella mujer, enferma del mal del silencio injustificado, por el poder del que hablaba, se levantó, humedeció sus labios y su garganta con los mensajes que el profeta le ofreció en el propio cuenco de sus manos y comenzó a hablar, sin miedo alguno, palabras buenas.
El profeta continuó buscando.
Encontró a uno que se hallaba solo, sentado a la puerta de su casa,
con los puños cerrados y el corazón encadenado al cofre donde guardaba sus ganancias. Se acercó y mostrando, una vez más, sus estigmas le dijo: ¡Levántate! Es necesaria tu generosidad. El individuo, por el poder que tenía quien le hablaba, se levantó, abrió las manos de par en par y salió en busca de los necesitados para ofrecerles mucho de lo que él podía darles.
Luego, aquel profeta se acercó a una mujer que sufría
parálisis de actuaciones y le dijo: ¡Levántate! Es necesario que tomes decisiones. Y la que estaba seriamente enferma de miedos e inseguridades, por el poder de quien le animaba, se levantó y comenzó a actuar.
Antes de que la noche llegara para cubrirlo todo con su manto oscuro, el profeta halló a un hombre caído sobre el asfalto, con la mirada perdida en el pasado,
con una brújula sin norte colgada en su cuello. Se paró frente a él y le dijo: ¡Levántate! Es necesario que camines siguiendo la luz que va delante. Por el poder y la fuerza de quien le estaba aconsejando, se levantó y se encaminó hacia el fulgor en línea recta.
Bajo la luna llena, ya a punto de fugarse, aquel profeta se sentó un rato a la orilla del mar hasta ver llegar el día. De boca de otros que se encontraban cerca, oyó, entre susurros, de los males que padecía una mujer
atada a desagradables sucesos cotidianos.
Averiguó, sin mucho esfuerzo, dónde estaba su casa. Llamó, dijo quien era y lo condujeron hacia donde ella estaba postrada. Descubriendo de nuevo las cicatrices que marcaban su cuerpo le dijo: “¡Levántate! Es necesario que ames”. Y la que vivía enferma de odio y de rencores, por el poder de quien le mostraba las heridas ya sanadas..., sí, ella..., la que llevaba tantos años queriendo apartarse del mundo, vivir recluida en su soledad..., obedeciendo la voz, se levantó, salió fuera y quiso cuanto pudo.
Amigas y amigos, el profeta sigue en su camino.
Le conocemos, sabemos que sigue, día a día, haciendo su obra: Vivificar a quien se acerca.
Hoy ha llegado a la pequeña ciudad sin nombre propio donde habitamos. Nos busca. Ve nuestra desesperanza. Se nos está acercando. Ya viene a nuestro encuentro, ¿lo veis? Ha fijado su mirada en nuestros ojos. Nos observa. Nos llama.
Trae consigo sus estigmas, sus palabras, su respaldo, sus promesas, su amor, su ejemplo... Va a pedirnos lo que ya sabemos. Estemos preparados. ¡¡¡Levantémonos!!! Hijas e hijos de Dios, ¡es necesario que nos levantemos!
Si quieres comentar o