La noche pasada, volví a visitar a la joven Jedida*. Sabéis que me siento bien junto a ella. Cuando ya de madrugada nos hallábamos sumidos en un profundo sueño, unos ruidos cerca de la ventana nos desveló de repente. Al mirar, creí haber visto a alguien que, apartando la cortina, nos observaba, pero Jedida calmó mi temor:
—Sólo son imaginaciones tuyas, Barrabás, no hay nadie ahí. ¿Quién podría imaginar que vendrías esta noche a verme? ¡Ni yo misma lo sabía!
Ven, acércate a mí, estamos solos, pronto amanecerá y tendrás que irte.
Entonces dejé de prestar atención a lo que pudiera suceder fuera. Las caricias de la joven eran tan dulces, y me costaba tanto resistirme a ellas que... no quise pensar en nada más. No debí hacer eso, pues os confieso que por causa de mi pereza en averiguar qué pasaba, la muchacha estuvo a punto de morir esta mañana.
Todo ocurrió tan velozmente... Fue al alba. Estaba ya
dispuesto a salir de la casa, cuando oímos al griterío acercarse, y enseguida, unos fuertes golpes en la puerta. Jedida saltó del lecho y se cubrió con rapidez. No dio tiempo a nada más. Debido a la fuerza de los que empujaban, el cerrojo se quebró y la puerta se abrió de par en par.
Antes de que aquella gente llegara a la alcoba y me viera, me condujo hacia la otra salida, la que da a su huerto. De esa manera pude huir y esconderme. Sabía que nadie me había visto, estaba seguro. Sin embargo, la culpa ha anidado en mi pecho y me impide respirar con normalidad.
De alguna manera quise averiguar cuál iba a ser su destino, qué harían con ella. Ya sé, ya sé. Todos sabemos cuál es el destino de una mujer descubierta en adulterio, pero ¿quién pudo vernos? No tenían pruebas de que Jedida estuviera conmigo. A no ser que mis sospechas fueran ciertas. Si hubiera prestado atención de madrugada a aquellos ruidos que nos acechaban desde el exterior... Si me hubiese marchado antes de la casa... Nada de eso habría sucedido. Pero no lo hice.
Al escapar, fui rodeando la huerta hasta encontrar la parte más baja del muro, y salté. No os miento. Tenía tanto miedo como cuando de pequeño hacía algo que a mi padre no le había gustado y salía corriendo al ver que se acercaba a mí con su vara para golpearme. Mirad mis manos, todavía tiemblan. Poned vuestra mano en mi pecho y notaréis los fuertes golpes de mi corazón que aún no se ha apaciguado y parece que quisiera salírseme. Conseguí colocarme entre los que la iban empujando por las calles. Todo el pueblo se fue uniendo a la marcha, gritando y golpeándola por todas partes. Sin tocarla siquiera, yo era como uno más entre la multitud. Nadie se fijaba en mí.
Entramos al templo, y allí estaba ese tal Jesús, enseñando. Los escribas y fariseos fueron los encargados de acercarle a Jedida. Yo he oído muchas veces a esos hombres oponerse con furia a lo que el galileo predica, pero esta mañana insinuaban respetarle, y le decían:
—Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en la cama con un hombre que no es su marido.
Ese hombre era yo.
A cierta distancia la observaba y ella me observaba a mí. Había logrado encontrar mi mirada entre la mirada de tanta gente, y lloraba. Uno de aquellos hombres continuó hablando:
—Moisés nos mandó apedrear hasta la muerte a mujeres como esta. ¿Qué crees tú que debemos hacer?
El tono de la pregunta revelaba que tenía más interés en ponerle una zancadilla al maestro galileo que en conocer de verdad su posición frente a este caso. Os lo acabo de decir, y vosotros bien lo sabéis: desde hace tiempo, escribas y fariseos andan con ganas de prender a ese Jesús y hablan contra él a sus espaldas.
Él les estaba oyendo, pero parecía no querer prestarles atención, porque se agachó y empezó a escribir en la tierra con su dedo, como para que le dejaran tranquilo. Escribía y a continuación pasaba la mano para borrar lo escrito. Volvía a comenzar y volvía a borrar...
Jedida se encontraba sola, en el centro. Ella siempre ha estado sola. Los continuos viajes de su esposo la han hecho sufrir mucho. Me ha contado muchas cosas. Nunca la trata con cariño y disfruta humillándola.
Pobre muchacha. Amigos, pensaréis que estoy loco, pero me ardía el pecho. Sentía que debía estar allí en medio, acusado con Jedida, y en vez de eso, luchaba por pasar inadvertido.
Ellos insistían en que el Maestro les diera una respuesta y volvieron a preguntarle:
—¿Por qué no respondes? ¿Estás sordo?
Él, sin apenas prestarles atención, declaró:
—Si observáis la ley de Moisés, cumplidla entonces.
Esto dijo tomando una piedra del suelo y ofreciéndosela a los hombres a quienes poco antes había estado enseñando, y que ahora
se encontraban a su lado. Y de inmediato añadió:
—Aquel de entre vosotros que nunca haya deseado a una mujer que no sea su propia esposa, que sea ese el primero en arrojar una piedra contra ella.
Nadie la agarró, más bien agacharon la cabeza, y él siguió haciendo signos en la tierra.
Vi que al escuchar su respuesta algunas piedras empezaron a caer al suelo. Luego comenzaron a salir poco a poco del templo. Primero los más viejos, intentando limpiarse en sus ropas el polvo de las manos, y seguidamente los demás. Me sentí consolado al ver que no era yo el único cobarde entre el pueblo. Ahora me avergüenzo. Antes de que salieran todos, actué como si también me marchara, pero en realidad me aparté para esconderme.
Entonces vi como Jesús, incorporándose, se acercó a ella. Hice un gran esfuerzo por escuchar lo que le decía sin que pudieran verme. Esto es lo que creo haber oído:
— ¿Dónde están los que querían hacer justicia contigo?
Jedida estaba temblando. Sus cabellos estaban mojados por el sudor. Su rostro estaba sucio, empapado por las lágrimas, y sus ropas, lujosas horas antes, ahora parecían harapos. Aquella mujer no tenía nada que ver con la de la noche pasada. Por un momento creí que iba a caer al suelo porque apenas lograba sostenerse en pie, pero Jesús la sostuvo. Parecía una anciana sin fuerzas. Con la voz entrecortada contestó:
—Todos se han ido.
Él le dijo:
—Yo tampoco te condeno. Ya ves lo que ha pasado. No vuelvas a pecar. Y ahora será mejor que vuelvas a tu casa.
Jedida, que
esperaba otra sentencia, se quedó contemplándole fijamente. No dijo nada más. Estaba desconcertada con la actitud de ese hombre que la había defendido. Hizo un gran esfuerzo por caminar de nuevo. Estoy seguro de
que tenía el cuerpo dolorido por los golpes. Apartó el mechón que cubría parte de su rostro y volvió a mirarle.
Me pareció que sonreía.
No quise moverme de mi rincón hasta asegurarme de estar solo. Os lo repito, el miedo nos hace cobardes, amigos míos, y por eso vengo a contároslo a vosotros, para consolarme. Antes de salir del templo me volví, dirigí la mirada hacia la tierra. Aquellas palabras escritas continuaban allí. Esperando para acusarme. Parecían ejercer sobre mí una atracción fatal. Me acerqué y pude leer con claridad:
—Y a ti, hombre, quienquiera que seas, a ti te juzgará la historia.
*Jedida= “Amada”
Nota de la Redacción: Este relato fue Premio González-Waris de los Grupos Bíblicos Universitarios (GBU) en 2008
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