Se anuncia un futuro, no demasiado lejano, en el que la sospecha y finalmente la acusación de ilegalidad recaerá sobre todo aquel que no concuerde con el pensamiento hegemónico.
Entre los grandes principios forjadores del derecho universal están los códigos clásicos, en los que de manera racional se definen las normas por las que una comunidad debe regirse. Algunos de esos códigos legislativos son justamente famosos, como el de Hammurabi (1750 a. C.), la ley de Moisés (1500 a. C.), la Ley de las Doce Tablas (siglo V a.C.) o el código de Manú (siglo I a. C.).
Pero además de los textos consagrados por su prestigio e influencia histórica, hay otro principio que es fuente del derecho, como bien lo expresa el popular dicho: "Las costumbres se hacen leyes." Naturalmente no toda costumbre se convierte en ley; hay que distinguir entre moda y costumbre, siendo la primera un movimiento fugaz en el tiempo que tiene una rápida curva de ascenso y descenso. La costumbre, en cambio, echa raíces y su difusión no queda restringida a unas capas de la población sino que se extiende por la mayoría del cuerpo social, teniendo una permanencia en el tiempo. Cuando eso sucede, la costumbre está madura para ser aceptada e impuesta como ley. Aunque también pudiera ocurrir que lo que comienza siendo una moda, acabe convirtiéndose en costumbre.
La dignidad o indignidad de la costumbre que se convierte en ley depende de la salubridad o insalubridad moral de una sociedad. Uno de los grandes conflictos que las primeras generaciones de cristianos tuvieron que enfrentar fue la existencia de costumbres, elevadas algunas a la categoría de leyes, que eran diametralmente opuestas a las creencias cristianas. De hecho, la denuncia que hicieron contra ellas los grandes escritores eclesiásticos fue causa suficiente para que los cristianos quedaran bajo sospecha, al ser considerados gente extraña que se retraía de participar en los actos de prácticas tan arraigadas y populares como el circo, el teatro, las fiestas o los rituales religiosos. La idolatría y perversión que rodeaban esas prácticas no dejaban espacio para que personas movidas por los elevados principios espirituales y morales procedentes de la Biblia pudieran ser parte de ellas. Hay páginas y páginas que nos han dejado los autores cristianos de aquel periodo en las que describen la naturaleza intrínsecamente corrupta de ciertas costumbres y leyes. La persecución fue la respuesta que, desde instancias oficiales, se empleó para intentar doblegar a los cristianos a fin de que se plegaran al paganismo dominante.
Finalmente, cuando el cristianismo venció y alcanzó su apogeo, echando raíces en la sociedad, plasmó su influencia con el paso del tiempo en las costumbres y las leyes, cambiando las que eran de procedencia netamente pagana. Los códigos legislativos de todos los países donde la fe cristiana adquirió preponderancia recogieron esa influencia, la cual fue muy poderosa durante muchos siglos.
Pero las cosas están cambiando y en los territorios históricos donde el cristianismo floreció y dio sus mejores frutos, un nuevo paganismo está ocupando el espacio en el espectro social, cultural, religioso y político. La que un día fue casa en la que los cristianos se sintieron cómodos y consideraron heredad adquirida a precio de sangre, se está transformando en un lugar en el que el cambio de costumbres, que lleva aparejado el de leyes, anuncia un futuro, no demasiado lejano, en el que la sospecha y finalmente la acusación de ilegalidad recaerá sobre todo aquel que no concuerde con el pensamiento hegemónico.
Volveremos, pues, al conflicto de conciencia que surge del deseo, por un lado, de cumplir las leyes y ser buenos ciudadanos y, por otro, de comprobar que no es posible someterse a ciertas leyes y reconocer determinadas costumbres sin hacer violencia a la propia creencia. Es más, la denuncia de tales costumbres y leyes llevará aparejada la acusación formal de estar fuera de la ley. Con lo cual el cristiano que pretenda señalar como malo lo que es legal, tendrá que enfrentar consecuencias judiciales.
La alteración de la ley referente a la naturaleza del matrimonio es el máximo exponente actual de lo dicho. Es fruto del cambio sobre la evaluación moral de una práctica, la homosexual, que ha conseguido hacerse hueco entre lo respetable y aprobado. De ahí que quien se atreva a desafiar esa respetabilidad no sólo enfrentará consecuencias de estigma personal, sino también de carácter legal. Igual que en el pasado. Es decir, el cristiano que eleve su voz en contra de las costumbres que ya se están concretando en los ordenamientos jurídicos se convertirá en un fuera de la ley, en un proscrito, en el mismo territorio que hasta ayer fue su hogar.
Es un panorama no precisamente halagüeño para quien quiera ser fiel a sus convicciones. Aunque en realidad lo que está pasando tiene su lado bueno, al recodarme tres cosas: Que soy peregrino aquí abajo, que he de vivir en contra de la corriente y que cuando se produce un conflicto entre ley y Ley no hay duda en cuanto al posicionamiento que debo tomar. Al final se trata de escoger a quién he de agradar y a quién he de temer.
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