A menudo, las exaltaciones y el aumento de euforia de unos llevan a que, los otros, nos creamos totalmente fuera de lugar, como cristianos de ínfima fe. Al ver tan ilustres elevaciones nos consideramos a la altura de sus babuchas. Deseamos ser tan místicos como ellos y experi-mentar lo que ellos sienten.
Tal enamora-miento nos conduce a saltar si ellos lo piden, llorar si ellos necesitan ver que tienen poder para sacar a flote nuestras lágrimas y gritar porque ellos gritan. Menean la batuta vertical-mente y horizontal-mente. Caemos en picado si la fogosidad o euforia disminuyen y nos quedamos con el alma hecha un guiñapo, con más dudas de fe que años cumplió Matusalén (que Dios tenga en su santa gloria).
Precisa-mente la bi-polaridad eclesiástica consta del senti-miento momentáneo que eleva y eleva al paciente a tal escala que, cuando caen a ras del suelo, necesitan un tiempo prudencial para recuperarse.
Los bi-polares espirituales tienen un don y un contra don. Aparecen y, según les dé, des-aparecen de nuestros templos. No se sabe qué será peor. A veces la racha dura un par de semanas, varios meses o incluso años.
Si regresan, lo hacen con aires de grandeza, aprov-echando el achuchón del gozo. En el momento que la droga senti-mental deja de surtir efecto, se van echando peste de Dios, de sus dirigentes y de la humanidad entera. Hasta el próximo chute.
Suelen volver con la aureola puesta, con una sobaquera e impactante profecía mete-miedo. Nos alientan a repetir sus payasadas y de igual manera, al ven-irles el bajón nos colocan en el ámbito de su bajura. Ahí os quedáis. Dejamos que nos metan en sus trampas y si se nos abren los ojos y nos damos cuenta de sus estratagemas, no nos atrevemos a re-conocer pública-mente que están enfermos por miedo a ser acusados de incrédulos y blasfemos.
Quienes padecen trastornos bi-polares eclesiásticos se vuelven autoritarios con el su-bidón del bien-estar. Señalan con el dedo al pecador y se en-diosan.
En sus reiterados epis-odios, profunda-mente alterados, el tras-tornado o tras-tornada va volviendo locos a los demás, a los que bailan al son que tocan, des-concertándolos. Real-mente disfrazan sus traumas psico-lógicos en una creencia a la carta.
Esta enfermedad puede ir pasando inadvertida-mente de padres a hijos e hijas hasta que llega la hora de poner en práctica su mani-pulación. El problema mayor que acarrea es que los pacientes no logran alcanzar la ma-durez que les corresponde, sino que permanecen en una eterna niñez, o sea, para entendernos, su diagnóstico sería Infantilismo Espiritual Crónico.
Aunque este problema puede pre-sentarse en cualquier etapa de la vida, mi mayor miedo se basa en los bi-polares eclesiásticos que se man-tienen a cargo de algún ser-vicio, sobre todo los jóvenes responsables de grupos. Se les venden como un ejemplo a seguir. Hay in-maduros que se-cundan sus pautas. Creen todo lo que dicen, las historias que inventan. Y digo que mi miedo es ese porque noto como dicha enfermedad se contagia rápido.
Debe haber por ahí algún remedio que la cure, que atenúe sus consecuencias y limite el riesgo de producir lo que solemos llamar episodios absurdos. Quizás, digo yo, la solución podría ser una buena formación. Darles mucha leche al principio, vigilando los eructos, las bocanadas y, poco a poco, pero muy poquito a poco, introducirles alimentos sólidos, bien sólidos, no mera-mente gelatinosos. Y ¡ojo!, sólo cuando estén bien pre-parados, poner en sus manos las almas blandas de los inocentes que se están formando.
Visto lo visto, digo que, quizás, esa sea una posible solución, pero será mejor que digan algo los expertos.
Si quieres comentar o