Nada hay más importante que descansar en la gracia de Dios cuando llega el invierno.
No puedo negar que es una de las historias que más me han impresionado de las ocurridas en los Juegos Olímpicos. Nos encontramos en México, año 1968, y los Juegos han llegado a su fin. Ya han sido entregadas las medallas de la maratón, normalmente la última que se celebra, y la mayoría de los espectadores abandonaban el estadio. Quedan solamente los últimos rezagados y unos pocos fotógrafos recogiendo sus equipos.
De repente, casi dos horas después de que todo hubiese terminado, John Akhawari, el atleta de Tanzania, entra en el estadio. A duras penas puede caminar, con una pierna vendada y rastros de sangre en su indumentaria. Parece que no puede soportar el dolor, pero a pesar de todo da la vuelta al estadio para terminar los 42 kilómetros y 195 metros de la prueba. Cuando un periodista le dice que no tiene ningún sentido lo que ha hecho porque prácticamente nadie le está viendo, John contestó: «Mi país no me envió a doce mil kilómetros de distancia para empezar una carrera, sino para terminarla».
A veces, cuando escribo o cuento la historia, tengo ganas de terminar sin decir ni una palabra más. El ejemplo de lealtad, honor, disciplina y constancia de John Akhawari me impresiona.
De eso trata la segunda carta que Pablo le escribió a Timoteo. Pablo no solo escribe, sino que además vive. No habla de fidelidad, la demuestra con su vida. Es una carta preciosa porque en ella comprobamos el honor de alguien que dedicó toda su vida a llenar el mundo con el evangelio de Cristo. Y no lo hizo de cualquier manera: en muchas ocasiones lo que tuvo que soportar fueron los sufrimientos, el dolor, las luchas, las envidias, los desprecios y la incomprensión de muchos. Y no solo de sus enemigos, sino a veces también de los que aparentemente estaban cerca de él.
Pero al apóstol no le importó. Dios le envió a conquistar el mundo junto con todos los hombres y mujeres que componían la iglesia del primer siglo, y todos lo hicieron, aunque muchos de ellos pagaron con su propia vida el hecho de ser fieles a Dios. Él no les envió a ganar sino a conquistar. Su objetivo no era la gloria terrenal, sino la recompensa eterna.
Puede que esa sea una de las razones por las que al final de la carta (puede que fueran las últimas palabras que escribió) Pablo le dice a su gran discípulo y amigo: «Procura venir antes del invierno» (2 Timoteo 4:21). Se refería, es obvio, al duro invierno en la cárcel, pero creo que también hablaba del invierno de la vida; sus últimos años antes de partir a la presencia de Dios. Quizás también el invierno de la incomprensión, de sentirse solo porque casi todos le habían abandonado, el invierno de una cierta oscuridad al ver que Dios no le liberaba de la cárcel... El invierno del sufrimiento.
Nada hay más importante que descansar en la gracia de Dios cuando llega el invierno. Ocurra lo que ocurra, él jamás nos abandona, y no solo eso, sino que derrocha su gracia («gracia sobre gracia», dice Juan 1) para que nosotros nos sintamos queridos, seguros, tranquilos. Es trascendental que aprendamos a disfrutar de ese amor de Dios y que nosotros mismos lo reflejemos siempre. Y nuestra decisión debe ser estar al lado de los que están atravesando algún tipo de invierno para reflejar en nuestra vida la gracia de Dios ayudándolos
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