La escritora norteamericana Barbara Ehrenreich, advierte en su nuevo libro, Sonríe o muere (Turner, 2011), sobre “la trampa del pensamiento positivo” (*). La autora observa cómo esta seudoideología, nacida en Estados Unidos, no sólo se ha confundido con la fe, sino que se presenta falsamente como la solución a la crisis y a la enfermedad. En su optimismo irredento, algunos pretenden que no falla el sistema, sino la actitud de cada uno. Por eso prefieren ver el desempleo como una ocasión de superación personal, o invitan incluso a dar la bienvenida al cáncer como una oportunidad de dar un giro a la vida. Pero ¿qué tiene que ver este positivismo con la fe cristiana?
La idea de que los pensamientos crean la realidad, no es algo nuevo. Está ya en Platón y todo el pensamiento mágico, pero resurge de un modo especial con la escuela formada a principios del siglo XIX por un grupo de filósofos de Nueva Inglaterra, en torno al trascendentalismo de Ralph Waldo Emerson (1803-1882). Este Nuevo Pensamiento del “profeta de la religión americana”–como lo llama Harold Bloom– aleja el pensamiento norteamericano de la idea puritana de desconfianza en uno mismo.
El padre del pensamiento positivo –según su famoso divulgador, Norman Vincent Peale (1898-1993)– había estudiado teología como él, pero en Harvard. Era de hecho predicador unitario –Peale fue metodista, antes de ser pastor durante más de medio siglo en una iglesia reformada de Nueva York–. Su influencia, sin embargo, pronto traspasó los límites de su iglesia.
AUTOAYUDA Y SUPERACIÓN
Las sencillas premisas en las que se basa el pensamiento positivo, han sido difundidas en libros de autoayuda y superación como la famosa parábola ¿Quién se ha llevado mi queso?, de Spencer Johnson (1998), que ha sido una de las obras más vendidas a finales del siglo pasado. En esta historia, el queso que persiguen cuatro ratoncillos simboliza la felicidad, la riqueza, el empleo y el bienestar, que todos buscan. La moraleja es evidente: Hay que adaptarse a las nuevas circunstancias, en lugar de lamentarse de que te muevan el queso.
En la misma línea elemental, más recientemente ha causado furor El secreto (2007) de Rhonda Byrne, que desvela una ley tan importante para el mundo personal como la gravedad para la física, aunque su demostración sea bastante dudosa. Se trata de la ley de atracción promulgada por el propio Emerson, por la que “cualquier idea que está en la mente se atrae hacia la vida”. El resultado ya se lo imaginan. Si las imágenes a las que uno da vueltas en la cabeza son de éxito, mansiones y dinero, hay que pensar en positivo, pase lo que pase.
Barbara Ehrenreich observa cómo políticos, economistas, psicólogos y médicos han sido ganados ya a este pensamiento positivo, que “insta a pensar en las desgracias como oportunidades”.
Bestsellers como
Nos despidieron… Y es lo mejor que nos ha pasado nunca (2005) de Harvey Mackay, ve el desempleo como la ocasión de pasar a un trabajo mucho mejor. “Si nos fijamos en las cosas positivamente, nunca hay razón de quejarse”, pero qué ocurre –observa Ehrenreich– “si después de meses o años, todavía no has encontrado un puesto de trabajo o el cáncer ha hecho metástasis, sólo tienes que esforzarte más para ser positivo y superarlo”.
OPTIMISMO ANTROPOLÓGICO
El “optimismo antropológico” que hizo famoso a Zapatero, no parece monopolio de un solo gobierno o partido político. Si el anterior presidente negaba la crisis, diciendo que “sólo tenemos alguna dificultad que nos viene de fuera” (7/2/08), afirmando que “el pesimismo no crea ningún puesto de trabajo” (1/6/08), el actual gobierno del PP parece tener como principal receta para intentar remontar la crisis la palabra mágica “confianza”.
En el ámbito académico, la misma idea domina escuelas de negocios como IESE o ESADE, que han organizado ciclos de conferencias bajo el título de
La crisis como oportunidad. Se han publicado docenas de libros desarrollando este concepto. Los más famosos son
La buena crisis (2009) de Alex Rovira y
Buena crisis (2009) de Jordi Pigem –que se prologan el uno al otro–. A estos autores no les gusta el término
autoayuda, puesto que se consideran más críticos que sus colegas norteamericanos, pero creen que estamos ante “una crisis de conciencia, más que económica”.
Ehrenreich demuestra hasta qué punto esta filosofía domina la sociedad actual con las observaciones que hace sobre la forma cómo ahora se afronta el cáncer. Es evidente que desde hace unos años, su tratamiento se envuelve de una jerga bélica, que presenta al enfermo como “un valiente luchador”. Ya no hay pacientes, ni víctimas, sino guerreros que se enfrentan al tumor como un batallón enemigo. La autora –que ha vivido un cáncer de mama– relata su extrañeza en la insistencia en “eliminar los sentimientos tóxicos para derrotarlo” con una “actitud positiva”, cuando es evidente que el cáncer no desaparece por tener “pensamientos positivos”.
¿PESIMISTAS O REALISTAS?
A algunos les parecerá algo excesivo el planteamiento de Ehrenreich –puesto que hay cierta verdad en las ideas que ella denuncia–, pero no hay duda que este positivismo se ha convertido en un dogma irrefutable, que está lejos de haber sido demostrado. Según unas declaraciones de Maria Die Trill, responsable de la Unidad de Psico-Oncología del Hospital Gregorio Marañón de Madrid –para un artículo de Ramón Muñoz en
El País, a propósito de este libro–, “ninguna investigación ha podido demostrar que la actitud o las emociones influyan en la progresión del cáncer”. Para ella, esto “es un mito”.
Igualmente,
la autora observa cómo “el pensamiento positivo es en realidad un brillante método de control social, ya que anima a pensar que no hay nada malo en el sistema, y que lo que está mal tiene que ver con la actitud personal de cada uno”. Uno de los argumentos falaces que emplean los positivistas es dividir el mundo entre los que piensan en positivo como ellos y los pesimistas depresivos. Esta división interesada olvida que hay otra actitud posible: el realismo.
Como observa el brillante documental Inside Job, cualquier especialista que se atrevía a alertar sobre la enorme burbuja que se estaba formando en torno a productos financieros basados en hipotecas impagables, eran automáticamente ridiculizados o condenados al ostracismo. “¿Quién tenía ganas de escuchar a unos economistas patéticos –dice el Nobel de Economía Paul Krugman–, advirtiendo que todo aquello era, en realidad, un negocio piramidal de dimensiones descomunales?”. En España, en plena crisis, una campaña unía a grandes empresas y entidades financieras junto a famosos multimillonarios, para decir que “entre todos lo arreglamos”… ¡eso es pensamiento positivo!
FE EN LA FE
Una de las partes más interesantes del libro de Ehrenreich, es la que se refiere por supuesto a la religión, donde observa que el “evangelio de la prosperidad” ha llenado “mega-iglesias” con su actitud positiva. Predicadores como los Copeland, Joyce Meyer o Benny Hinn, son denunciados en esta obra por un mensaje con el que han amasado fortunas, mientras vuelan en sus aviones privados. Es evidente que muchos han confundido la fe con el pensamiento positivo, pero ¿qué es la fe entonces?
La fe no es algo que viene de nosotros mismos, sino de Dios (Efesios 2:8). No se trata de nuestra capacidad de superación personal, por un pensamiento positivo, sino “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). Lo que pasa es que para que la fe sea fe –bíblicamente hablando– tiene que tener un objeto. No puede ser fe en la fe, como los maestros de la prosperidad explican este texto.
De acuerdo al Nuevo Pensamiento de hombres como Emerson, en el siglo XIX –que influyó en predicadores como Kenyon, el padre de la confesión positiva, o el pastor de la Catedral de Cristal, Robert Schuller–, “los seres humanos pueden experimentar salud, éxito y vida abundante usando sus pensamientos para establecer las condiciones de sus vidas”. Es la “ley de la atracción”, de la que habla Byrne en
El secreto. Se cree que los pensamientos negativos pueden traer circunstancias lamentables, y los pensamientos positivos, agradables, como si la mente creara la realidad. Eso es pensamiento mágico, pero la fe no es magia.
LA VERDADERA FE
La verdadera fe implica tres elementos esenciales: un conocimiento auténtico, un asentimiento con la verdad, pero sobre todo confianza. Según un predicador de la prosperidad como Copeland, “Dios no puede hacer nada, aparte o independientemente de la fe, porque la fuente es la fe del poder de Dios”. Según esta enseñanza, Dios no es más que un ser de fe, que depende de sus criaturas para actuar. Ya no es el Dios soberano de la Biblia, sino un patético títere a las órdenes de su creación, dependiendo de unas leyes espirituales y la fuerza de la fe. Es un Dios impotente, en vez de omnipotente, limitado, en lugar de trascendente.
Dios no tiene fe, sino que es el objeto de la feen textos como
Marcos 11:22 –uno de los favoritos de los predicadores de la prosperidad–. Para ellos, incluso Jesucristo es un resultado directo de la fe de Dios, como demuestra su milagrosa concepción. Nosotros mismos somos, para ellos, resultado de esa fe. Aquí todo es cuestión de fe, pero ¿qué fe es esa?
La fe no es el arte de crear posibilidades. Eso es imaginación. Algo que no se podrá reprochar a ningún ser humano en el Día del Juicio.
La fe es la confianza que podemos tener en un Dios Todopoderoso, por medio de Cristo Jesús. Este evangelio del éxito nos ofrece salud, dinero y poder, dándonos paz interior por la autoconfianza. El pensamiento positivo convierte a Jesús en el botones celestial, que pone a Dios a nuestra disposición con sólo pulsar el botón de la oración en el momento de necesidad. Esto es magia, no cristianismo.
Cuando uno se humilla ante Dios, descubre que no hay nada que nos falle más que el éxito, por mucho pensamiento positivo que tengamos. Cristo advierte a sus seguidores que tendrán dificultades en el mundo.
No hay nada propiamente cristiano en esas promesas de prosperidad. Jesús no vino a ser director de banco, ni empresario con éxito, sino a morir en una cruz. Y cuando el amor de Dios alcanza a una persona, no hay mayor honor que llevar una cruz. La fe es estar satisfecho con lo que Dios es para nosotros en Cristo Jesús, no con nosotros mismos y nuestras circunstancias.
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Este artículo está parcialmente inspirado y ha tomado partes del texto publicado por Ramón Muñoz, en El País
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