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El misterio de la Providencia en Dickens

Sus últimas creaciones muestran la ambigüedad del ser humano, donde la miseria y la grandeza conviven de forma paradójica.
MARTES AUTOR José de Segovia Barrón 06 DE FEBRERO DE 2012 23:00 h

Se cumplen ahora doscientos años del nacimiento de Charles Dickens. Mientras se continúan reeditando sus libros, aparece en castellano la más completa y rigurosa biografía del escritor, hecha por Peter Ackroyd hace ya veinte años. Estamos, según ella, ante “el novelista inglés más extraordinario y ambicioso que haya existido jamás”. Nadie narró como él las miserias de la revolución industrial. Su obra está llena de compasión por la pobreza de una infancia oprimida. Aunque como “hombre del siglo XIX, fue un victoriano atormentado por sus contradicciones”, dice Ackroyd.

Dickens se crió en una familia nominalmente anglicana. Fue bautizado en la iglesia de St. Mary de Kingston, pero cuando era pequeño, su familia conoció al pastor de la capilla bautista Sión de Chatham. Desde niño, escuchaba los sermones del pastor bautista William Giles, que tenía un hijo de 23 años que estudió en Oxford y llevaba una escuela bautista, a la que asistió Dickens. El y un grupo de chicos del colegio se identificaban como los Gatos de Giles, llevando un sombrero hecho de piel de castor.

No es sorprendente, por lo tanto, las referencias bíblicas que aparecen en muchas de sus novelas: la imagen de Cristo “escribiendo con su dedo en el polvo, mientras le traían una mujer pecadora” (Casa desolada); “las torres que compiten con Babel” (Tiempos difíciles); “el camello por el ojo de la aguja” (La pequeña Dorrit); “Yo soy la resurrección y la vida” (Historia de dos ciudades); o la oración silenciosa de Pip por el convicto “Oh, Señor, ten misericordia de él, pecador” (Grandes esperanzas).

INFANCIA ¿DESGRACIADA?
La tragedia se cierne sobre Dickens, cuando tiene que abandonar la escuela bautista de Giles, a causa de tener que ir su padre a la prisión por deudas, cuando el escritor tenía sólo 12 años. Escribe entonces a su amigo y primer biógrafo, John Forster: “Yo sé que si no fuera por la misericordia de Dios, podría haber sido fácilmente un ladronzuelo o pequeño vagabundo, por la falta de cuidado que recibí”.

El escritor de niño tiene que trabajar en una fábrica de betún en una zona industrial de Londres, insalubre e infestada de ratas. Son jornadas de diez horas, con una pequeña pausa para comer. “Fue el acontecimiento más importante de la vida de Charles Dickens –dice Ackroyd–, algo que siempre tuvo presente”. Descubrió así prematuramente la aspereza de un mundo poco compasivo con la debilidad y la pobreza.

“Todo mi ser se sintió tan imbuido de pesar y humillación al pensar en lo que había perdido que incluso ahora, famoso –escribe a su amigo Forster–, cuando rememoro aquella época de mi vida, muchas veces me olvido de que tengo una mujer y unos hijos, incluso de que soy un hombre”. La indefensión que experimentó el escritor en su tierna infancia es fundamental para entender su dificultad para creer en un Dios, cuya gracia providente se muestra en un cuidado real de sus criaturas.

DESILUSIONADO CON LA RELIGIÓN
La actitud de Dickens de aversión a la Iglesia no es casual. Su desprecio de la religión formal, con todos sus dogmas y ceremonias, no viene de una hostilidad intelectual contra Dios o Jesucristo, sino de su desengaño con un cristianismo hipócrita, que ignoraba la compasión de Cristo por el pobre. Dickens se acerca al unitarismo de Edward Target, por su orientación a la práctica en vez de a la doctrina. Puesto que era anticlerical, poco dogmático y nada sectario. “Las formas humanas de religión tienden a ser lo que diabólicamente es la irreligión”, dice.

Al escritor le molestaba tanto el movimiento evangélico como el catolicismo-romano.No soporta el sabatarianismo –escribió un panfleto anónimo en 1836, Domingo bajo tres cabezas, en contra del intento de Sir Andrew Agnew de aprobar una ley en contra del ocio y el trabajo en domingo– y ridiculiza la hipocresía de los predicadores disidentes, o sea de las iglesias libres –en el personaje de Mr. Stiggins en Los papeles del Club Pickwick–. Aunque también dice que “detestaba el catolicismo, esa abominable vieja institución sacerdotal”. Llama a la iglesia de Roma “ese tambaleante monstruo”. En 1853 dice: “Roma y yo, estamos ampliamente separados, moralmente”.


Según la biografía de Fred Kaplan, Dickens se hace miembro de la iglesia unitaria en el invierno de 1842-43. Nacida de la Reforma radical, aparece en Inglaterra doscientos años antes del nacimiento del escritor. Aunque cree todavía en la Biblia –Dickens pidió que se leyera la Escritura todos los días en el hogar que abrió para mujeres de la calle, para que fueran así “tentadas a la virtud” –, enfatiza la humanidad de Cristo –aunque todavía describe sus milagros en La vida de nuestro Señor, que escribió para niños en 1849–, afirmando “la supremacía de Dios y la divinidad de la misión de Jesús de Nazaret”.

DICKENS PREDICA A LA IGLESIA
El escritor predica a la Iglesia en Oliver Twist, cuando Mr. Bumble da gracias a Dios en oración por las gachas, pero defiende el abuso que hace de Oliver, diciendo: “¡Le hemos dado el Evangelio!”. Habla a los cristianos en Casa desolada, cuando presenta la falsa piedad de la Sra. Jelby, que sueña con esfuerzos misioneros en África, mientras ignora los barrios bajos de Inglaterra. O cuando la Sra. Pardiggle avasalla a los niños en este libro, degradando a los pobres. Los sermones de Chaband en esta obra no son más que excusas para no mostrar la compasión de Cristo.

A pesar de eso, Dickens sigue yendo a la iglesia anglicana que había cerca de su casa, hasta el final de su vida. Ora por la mañana y por la noche. Tenía una sensibilidad por los principios sociales del cristianismo, como muestra en Canción de Navidad (1843).Escrita cuando tenía 31 años, esta historia de fantasmas es una fábula contra la codicia. Scrooge es un avaro frío e insensible, que oprime a los pobres sin compasión alguna. Para él, la felicidad es la riqueza, aunque es el personaje más miserable que uno pueda imaginar. El problema es que su salvación no viene por un encuentro con Cristo, sino consigo mismo.

Para Dickens, el cristianismo consiste en amar al prójimo. Lo que en el Nuevo Testamento es el resultado, no el medio de la conversión. Como observa Ackroyd, en sus primeras novelas Dickens distribuye el bien y el mal entre sus personajes sin contemplar la posibilidad de su coexistencia en un mismo carácter. Sus últimas creaciones rompen, sin embargo, esa división, mostrando la ambigüedad del ser humano, donde la miseria y la grandeza conviven de forma paradójica.

EL NIÑO QUE NUNCA DEJÓ DE SER
Es por eso que yo también prefiero el último Dickens al moralizante patetismo de sus primeras obras. Como tantos otros, recuerdo haber leído de niño Oliver Twist (1837-38) en una antigua edición de Calleja con unas llamativas ilustraciones de principios del siglo pasado que tenía mi padre, cuando aún se llamaba Oliverio. Las versiones al cine que hizo David Lean en 1948, Carol Reed en 1968 y Polanski en 2005, todavía me emocionan. Aunque ¡reconozcámoslo, es bastante antisemita!

Lo más cercano que hizo Dickens a una autobiografía es David Copperfield. La leí en una adaptación infantil. En realidad –como dice Ackroyd–, “es la que refleja con mayor severidad, sinceridad y tristeza sus peores experiencias infantiles, aunque es más contenida y recatada respecto a sus sentimientos que libros anteriores”. En lugar de representar a sus padres como los de Copperfield, los convierte en los Micawber. Harold Bloom la considera “la primera novela terapéutica, escrita en parte para la curación del propio autor o para consolar la permanente angustia adquirida en su infancia y en su juventud”.

Cuando su cuñada Mary Hogarth muere a los 17 años, Dickens está destrozado. “Charles responde a la muerte con una histeria controlada –dice su biógrafo Fred Kaplan–, un inmenso dolor destruye su normal equilibrio”. Su muerte produce “una deserción tan devastadora, que mantiene su memoria viva con recuerdos conscientes y sueños recurrentes”. Durante años Mary le visita en pesadillas, que “se repiten perpetuamente de forma extraordinaria”. Es en ese mundo donde lo real se mezcla con lo irreal, lo material y lo espiritual, lo concreto y lo fantástico, lo mundano y trascendente, que encuentra Ackroyd la magia de Dickens.

LA MANO INVISIBLE DE DIOS
Veinte años estuvo Dickens casado con Catherine. Tuvo con ella diez hijos, pero su relación fue difícil. Mantuvo con ella constantes conflictos, tensiones y sospechas. No se sabe si viene de eso su costumbre de andar durante horas por las calles, todas las noches. Tras su separación, tuvo una relación no muy clara con una actriz llamada Nelly Ternan –según Ackroyd, no consumada sexualmente, aunque otros biógrafos creen que convivían secretamente–. Ahora se han publicado en castellano las cartas de su amor secreto por Maria Badnell –que estaban en Estados Unidos–.

Una de ellas me ha emocionado especialmente. La escribe cuando ella ya está casada, veintidós años después de que su relación se frustrara –es ahora la señora Winter–. Compara nuestra vida con un río, que va rumbo al mar. Intenta, como todos, entender el curso que le ha llevado por tantos vericuetos a su situación actual. ¿Dónde está Dios en medio de ello? El creyente entiende que Dios se interesa por nosotros, pero también nos dirige. El problema por el que Dickens se aleja de la fe ortodoxa, para abrazar el deísmo unitario, es su incapacidad para ver la Providencia de Dios en la vida. Si el Creador tiene control de todas las cosas, ¿por qué permite que haya tantas tragedias en la vida? Suceden muchas cosas que parecen no tener sentido, ni propósito.

Cristo enseña que los cabellos de la cabeza están todos contados y ni el más mínimo movimiento de un gorrión le pasa desapercibido. El creyente puede estar por eso seguro que su vida está dirigida por Dios (Mateo 10:29-31). Lo que pasa es que hay una cara oscura de la Providencia, por la que el Señor entreteje el dolor, la pérdida y la angustia con los momentos de placer y felicidad, para cumplir su propósito en nuestra vida.Cuando Pablo dice que “todas las cosas ayudan para nuestro bien” (Romanos 8:28), quiere decir que las usa para nuestro bien, no que sean buenas en sí mismas.

SU BONDAD EN LA TRAGEDIA
Un contemporáneo de Dickens, George Muller, tuvo la misma compasión del escritor por los niños abandonados de la calle, construyendo orfanatos, inspirado por su fe cristiana. En 1853, su única hija, Lydia, está a punto de morir de fiebre tifoidea. “Mientras pasaba por esa aflicción tan grande –escribe Muller–, consciente como era de mis múltiples debilidades, fracasos y defectos, estaba preparado para decir como el apóstol Pablo: “Miserable de mí”; no obstante, estaba seguro de que esta desgracia no era la vara del Padre sobre mí, sino la prueba de mi fe.”

Su conclusión sin embargo es que estará “satisfecho con la voluntad de Dios”. Creía que “si el Señor decidía llevarse a mi amada hija, sería lo mejor para sus padres, lo mejor para ella y sobre todo contribuiría más para la gloria de Dios que si ella viviera”. La niña es librada de la muerte, pero unos años después fallece su esposa a causa de una fiebre reumática. Estuvieron casados 39 años. A pesar de su tristeza, el fundador de la Asamblea de Hermanos de Bristol predica en el funeral sobre el Salmo 119:68: “Tú eres bueno y haces bien”.

Este sermón, que hace a los 64 años, tenía tres puntos: 1. El Señor fue bueno e hizo bien en dármela; 2. El Señor fue bueno e hizo bien en permitirme estar con ella tanto tiempo; y 3. El Señor fue bueno e hizo bien en quitármela. En este último punto cuenta cómo oró por ella como hizo por su hija enferma, “pero sea como fuera que trates conmigo, sólo ayúdame a estar completamente satisfecho con tu santa voluntad”.

Dios no nos da todo lo queremos en esta vida, pero si lo que necesitamos. La fe es estar satisfecho con ello. Y eso son “grandes esperanzas”, como nos recuerda Dickens.
 

 


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