Me hago la misma pregunta reflexionando en soledad, y también respondo: “Todo”. Ahí va incluida, por supuesto, mi vida. Qué madre no ha dado ya su vida y se ha sentido morir en cada parto y ha resucitado luego a causa de la alegría que produce ver la cara y el cuerpo de su bebé.
Los hijos avivan la danza de nuestra brega diaria, nos dan profundos motivos para superarnos. En cuanto nacen, les amamantamos con la leche que fluye de nuestros pechos. Esto es algo glorioso, el mejor regalo de Dios, pues nos da la oportunidad de seguir dándole lo que es nuestro. Aún fuera del vientre, siguen necesitando de nosotras. El gemido del bebé en la noche, tiene más fuerza que el cansancio de todo un día de trabajo. Ante el menor de sus ruegos, nos brota una gigantesca fuerza misericordiosa. Todo está bien, les decimos arrullándolos con ternura, todo está bien, y volcamos en ese pequeño ser nuestra propia esperanza.
A veces nos viene el agotamiento. Perdemos el reposo, el sueño y el hambre, llegando, en ocasiones, a verlos como la causa principal de nuestra falta de tiempo para realizar otros quehaceres que también nos gustaría llevar a cabo, y surge la falta de paciencia que, poco después, se torna arrepentimiento y deseos de perdón.
En muchos casos, renunciamos a nuestra profesión defendiendo el derecho a cuidarles nosotras mismas, luchando porque se críen en el ambiente familiar y no en parvularios. Son nuestros, aunque llegará el día en que tomarán su propio camino y no les haremos tanta falta. Les damos los mejores años, pero ellos no lo saben. Lo sabrán cuando sean padres o madres.
Ante los demás, intentamos ocultar que hacemos el ridículo por ellos; mentimos por ellos con tal de sacarlos a flote. Los defendemos hasta más allá de la razón.
Los hijos son para nosotras cuerpos transparentes durante sus primeros años. Pero pasa el tiempo y un velo opaco empieza a cubrirlos. Es entonces cuando algunas nos volvemos invasoras de su intimidad, posesivas. Y si la codicia de poseerlos estaba contenida, cuando se hacen adolescente le da por derramarse y provoca guerras. Vuelve a pasar el tiempo y aparecen las treguas.
De cara al exterior, actuamos en su favor y en contra nuestra. Que nadie ose tocarlos ni bajarlos del pedestal donde los colocamos. Siempre nos parecen seres indefensos que no ven con claridad.
No, no es ciego el amor, es egoísta, porque nuestros hijos son el espejo donde ansiamos reconocernos en cada instante. Si estuviera la llave en nuestras manos, vaciaríamos las cárceles de hijos.
Elegimos la maternidad entre muchos reinos que la vida nos ofrece. ¿Qué madre acepta ser destronada, o que se vacíe su nido? Pero aún siendo madres buenas, los hijos vuelan. Eso nos mata solo con pensarlo. Por eso, atrasamos todo lo que podemos la apertura de la veda.
Los hijos, ¡qué dulce visión!
Nos caen muy bien. Son el prójimo al que más amamos como a nosotras mismas. Sentimos por ellos un cariño apasionado. Enamoramiento perenne. Todo está bien, nos decimos a modo de consuelo, poniendo nuestra esperanza en el Dios Supremo, todo está bien.
¡Cuántas veces reconstruimos sus escombros con nuestras propias manos!, y ellos sin saberlo...
Perdonamos sus culpas sin que medien disculpas. Solapamos sus errores. Escondemos nuestras lágrimas. Y el corazón, ante tantos atracos, finge no darse cuenta. Todo está bien, nos dice bombeando aceleradamente nuestra sangre, todo está bien, aunque en esos momentos hayamos perdido la alegría, el buen humor y la ilusión de vivir.
Esta, nuestra vocación, es la más generosa. Es la vocación que echa las raíces más profundas. Nunca da marcha atrás una vez comenzada la marcha.
Dios, lleno de amor, con su corazón tremendamente grande, nos mira desentrañando nuestro errores y miserias, y con un apacible movimiento de cabeza y con su grandísima misericordia y paciencia, nos dice: “Todo está bien, ¡ay, hija!, todo está bien”, para que sigamos adelante con esta difícil tarea de guiarlos por Su camino.
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