El aparato, por el costado que daba al corazón, causó admiración en los paisanos. Sin embargo, por el otro, el del hígado, acarreó problemas. Pasada la novedad de los primeros días, los vecinos comenzaron a quejarse diciendo que desde que el artilugio había llegado, las bombillas alumbraban menos y la luz se iba con más frecuencia. Nadie sabía adónde, pero se iba. Y cuando regresaba, lo hacía sin dar explicaciones. Digo esto último porque la gente quería que la explicación fuera “el novedoso regalo”.
Decían que mis antecesores (ajenos los pobres a todos aquellos rumores) estaban consumiendo la luz que a ellos les pertenecía. Tanto notaron la bajada de intensidad y los cortes que formaron grupos de defensa. Transmitieron las quejas al encargado de la empresa con la intención de que fuera a la casa, revisara las instalaciones y comprobara el asunto. Siempre ocurre igual. Si uno participa, aunque sea como oyente, en las conversaciones que genera esta enfermedad llamada envidia, se expone gravemente al contagio de tomar partido.
El hombre, armado de brusca autoridad como era el deber de aquellos tiempos, llegó con el propósito de desconectar por lo sano aquel problema del enchufe y devolver a los vecinos la luz que se les estaba robando. Cuál fue su sorpresa cuando vio la pequeña radio sobre la mesa sin ningún cable. Funcionaba a pilas. El mediador, todo avergonzado contó a mis abuelos que el motivo de su visita había sido las quejas. En aquel momento, a ellos empezaron a cuadrarles algunas actitudes que, hasta entonces, no habían logrado comprender.
Retomo la segunda parte del título de este artículo: La venganza. Las personas que sufren esta enfermedad acusan a quienes envidian, sienten que les están robando lo que por derecho es suyo, los critican, inventan cosas que no existen y denuncian ante quienes creen que tienen autoridad y pueden apoyarlas. Estos “quienes” son los que normalmente dan la cara defendiendo temas que desconocen. Terminan pasándolo mal ya que sus partes íntimas suelen quedar al descubierto públicamente. Son las liebres que los enfermos lanzan para que, si hay que cazar a alguien, ellas sean la presa. Enfermedad no es sinónimo de ingenuidad.
Nadie está libre de sufrir envidia. La Palabra de Dios nos enseña a todos:
La mente tranquila es vida para el cuerpo, pero la envidia corroe hasta los huesos. Proverbios 14:30.
Y nadie está libre de padecer las consecuencias de los envidiosos.
La envidia habitó en Caín y mató a Abel en los principios de la Historia de la Humanidad:
Génesis 4: 3-7 ”Pasó el tiempo, y un día Caín llevó al Señor una ofrenda del producto de su cosecha. También Abel llevó al Señor las primeras y mejores crías de sus ovejas. El Señor miró con agrado a Abel y a su ofrenda, pero no miró así a Caín y a su ofrenda, por lo que Caín se irritó mucho y torció el gesto. Entonces el Señor le dijo: “¿Por qué te has irritado y has torcido el gesto? Si hicieras lo bueno, podrías levantar la cara; pero como no lo haces, el pecado está esperando el momento de dominarte. Sin embargo, tú puedes dominarlo a él”.
Llenos de envidia los hijos de Israel odiaban a su hermano José:
Génesis 37:3-4 Israel quería a José más que a sus otros hijos, porque había nacido siendo él ya anciano. Por eso le hizo una túnica muy elegante. Pero al darse cuenta sus hermanos de que su padre le quería más que a todos ellos, llegaron a odiarle y ni siquiera le saludaban.
Hasta al mismo Jesús, Nuestro Señor, lo sentenciaron a muerte por esta misma causa:
Mateo 27:17-18 Reunidos, pues ellos, les dijo Pilato: ¿A quién queréis que os suelte: a Barrabás, o a Jesús, llamado el Cristo? Porque sabía que por envidia le habían entregado.
La envidia busca venganza y llega a convencer al enfermo de que nadie merece tener lo que él mismo no tiene.
En
Santiago 3:14 está escrito:
Pero si dejáis que la envidia os amargue el corazón y hacéis las cosas por rivalidad, entonces no tenéis de qué enorgulleceros y estáis faltando a la verdad.
De la primera carta de
Pedro 2:1, recibimos este consejo:
Por lo tanto, abandonad toda clase de maldad, todo engaño, hipocresía y envidia, y toda murmuración.
El poder sanador del Señor es grande pero, para curarnos, tenemos que desear tomar Su Medicina.
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