Con frecuencia tenemos nuestros Sanfermines particulares en las costas de Andalucía. Comienzan un poco más allá, en las de África. Allí suena el chupinazo que da origen a la inmigración clandestina. Grupos de personas salen a la carrera con lo puesto, o sea, sin la ropa blanca y pañuelo rojo típica de la fiesta que podría caracterizar a la gente del norte.
Es sabido que durante los encierros de Pamplona, Cruz Roja atiende a cuantos heridos caigan a pie de calle, y que a los más graves los mandan directamente a los hospitales. En nuestros Sanfermines andaluces también derrochan desinteresadamente sus cuidados y esmeros con los necesitados. Buen trabajo. Pero el resultado no es el mismo para los accidentados.
Dicen que en la fiesta de Pamplona, todo está permitido. Dicen que cuando todo termina, los participantes, muertos de cansancio, regresan satisfechos a descansar a casa. Aquí pasa lo mismo. Nada más llegar, y a veces antes, se ven obligados a retornar frustrados a sus hogares, a sus pobres tierras de origen.
Las reglas de la in-fiesta del sur otorgan el derecho al mayoral de mares y océanos, de ver ahogarse en sus aguas a muchos de los que se atreven a desafiarlas. Los seis toros-olas de las corridas del sur embisten contra la embarcación con sus doce afilados pitones, cargados de saña.
En los Sanfermines andaluces se lanzan a la carrera hombres y mujeres. Algunas lo hacen embarazadas, y otras con sus bebés en los brazos.
Tenemos en nuestros encierros, como en los del norte, espectadores que contemplan la fiesta al son de la música. La de aquí la sentimos al triste ritmo de los sollozos y las lágrimas de los necesitados y los difuntos.
Hace tiempo oí unas declaraciones a la prensa en las que, un australiano, dijo sobre los Sanfermines de Pamplona: “Esto es lo más salvaje que he hecho jamás”; y otro chico de Melbourne comentó: “Han sido las mejores cuatro horas de mi vida, y esto va a mejorar”. Los que disfrutan de la fiesta repiten, prometiendo que volverán a correr el próximo año porque les ha entrado el gusanillo. Son declaraciones de extranjeros que vienen a disfrutar sus vacaciones.
Entre los nuestros, o sea, entre los extranjeros que llegan al sur buscando refugio también los hay que repiten el salvaje riesgo de embarcarse repetidamente para conseguir una vida mejor. Para matar el otro gusanillo. El malo. El de la miseria y el hambre.
Les llegó el momento
momento de esperanza
esperanza de trabajos
trabajos pesados
de pesados esfuerzos
esfuerzos sudados
sudados anhelos.
Se levantan al alba
al alba con lo puesto
lo puesto de anoche
de anoche mojado
mojado de miseria
miseria aguantada
de aguantada rabia.
Y salen de noche
sin contrato bajo el brazo
el mejor collar de recuerdos
enganchado al cuello.
Llegan días más tarde
a esta orilla tan nuestra
en una patera
con más tristes compañeros,
con más tristes compañeras.
Adornan sus mentes
jardines plantados
plantados de olvido
olvido de aquella tierra
donde crecen salvajes
las flores de limbo
y entre sus piedras
la muerte
como filos de cuchillos.
De países lejanos
otros mares se asoman
transportando personas.
Náufragos moribundos
que desean entrar
a tomar nuestros frutos
para dar de comer
a los que atrás quedan.
Los suyos.
Abramos las puertas.
Si quieres comentar o