En la cara se van marcando las cicatrices de las vivencias que cada día nos alimentan. Alegrías; desilusiones; dolores; roces; manchas; cansancio... Todas estas señales me hablan, o me gritan mientras las bocas prudentemente pueden estar susurrándome. Las señas hablan por sí solas, y pueden andar por un camino distinto al de las palabras. Ellas dialogan conmigo durante esos días de manías que tanto me apasionan.
El lenguaje verbal a veces miente. Muchas veces miente. Pero
las imperfecciones son preciosas, porque son sinceras. La cara es el espejo del alma, y al contrario que el resto del cuerpo, no podemos taparla, como mucho, disimular con algo de flequillo parte de la mente, perdón, de la frente. Las imperfecciones cuentan cosas de la persona que a lo peor ni ella misma sabe de su propia historia.
Durante ese periodo, cuando alguien me habla, le pido que repita varias veces lo que ha dicho. Y no es porque yo sea torpe, o esté sorda, o distraída, no. No me juzgue. Sino porque de sus señales faciales salen otras voces. Lo que realmente me ocurre es que llevo varias conversaciones a la vez.
Después de sostener un rato esas múltiples observaciones, son las pequeñas imperfecciones de la piel lo que marca mis sentidos, lo que me llevo a casa, lo que recuerdo con el tiempo. Entre ellas y yo, se ha creado un lazo invisible. Ellas hacen que mi conciencia, se conciencie. Ellas me comunican algo que intentan que adivine. Aunque nadie se de cuenta, en más de una ocasión, si me gustan, termino adoptándolas como mías. En cualquier caso, me hago más y más imperfecta cada día. No tengo arreglo.
Todo esto, aunque no lo crea, me lleva a Jesús de Nazaret. Nació aproximadamente por estas fechas, y su encarnación tenía un propósito: Morir lleno de cicatrices, de imperfecciones. No sólo en el cara, sino en todo su cuerpo martirizado y desnudo. Ninguna de sus heridas estuvo oculta. En Él, al contrario que en el resto de la gente, las señas que llevaba no eran suyas, sino que adoptó las nuestras, las de usted y las mías, créame, con el fin de perdonarlas. Eran las marcas de nuestros pecados, las consecuencias de nuestra mala vida, repito, la de usted y la mía. Por supuesto, si no estamos de acuerdo con su sacrificio, podemos conservar la propiedad de nuestras imperfecciones y disimularlas a nuestra manera. Somos libres. Usted es libre, yo ya tomé la decisión.
Hace poco, en uno de esos días de manías fijas, me presentaron a alguien que me dejó asombrada. No le vi imperfecciones. Me acerqué un poco más de lo que la distancia de cortesía permite, y nada. Fue sorprendente. Era una persona que se había negado a construir su historia, o la ocultaba detrás de una fachada maquillada. La vi artificial y falsa, palabrita, a estas alturas de mis cicatrices, nadie me engaña.
Recordé entonces el falso pavo de plástico. El que presentó Bush en Irak el Día de Acción de Gracias como cambio de menú a todos aquellos que llevaban tiempo comiéndose un marrón, que no era suyo. Tan solo fue el cambio de un mal plato, por otro peor, porque no había quien le hincara el diente ni gaznate que lo tragara.
Sé que toda comparación es odiosa, pero mi mente, que no sabe de refranes, también está llena de imperfecciones. Aquél era un asado magistral y con tan buen tinte de color que en un principio abrió el apetito a todos los presentes porque lo creían auténtico. Pero a mi no me engañan, perdonen mi descaro. Al pavo no se le vio el humo. Se le vio el plumero. Seguro que de haber sido Navidad, y el escenario la casa de Bush, habría sido un pavo auténtico, y en la piel se notaría las marcas de las plumas.
Aquel pavo, igual que a las personas que se disfrazan, estaba falto de historia y eso se notaba en el poco peso de la bandeja y en la jovialidad con que Bush la llevaba. A mi me dio pena, para que negarlo, aunque una vez pasada la vergüenza ajena y el disgusto,
me dieron ganas de cenarme una buena ración de sinceridad; otra de reconocimiento de mi pobre condición humana; y de postre, otra de agradecimiento a Jesús por lo que hizo por mí. A Él puedo acercarme a la distancia que quiera, ver mis marcas grabadas en su piel, y comerme lo que sea.
¿Le parece a usted que son muchas raciones? ¿Me cree incapaz? ¡Es Navidad!
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