Dice un proverbio árabe que en todo gran amor hay un componente de miedo. ¿Miedo del hombre a que su amada deje de serlo? ¿Miedo a perderla? ¿Miedo a que se la arrebaten? Decimos en España que el miedo y el amor no comen en el mismo plato.
Cuando el hombre es amado no tiene miedo de nada; cuando es él quien ama tiene miedo de todo.
Algo de esto le ocurrió a Abraham. Tuvo miedo a ser maltratado, tal vez expuesto a la muerte, y el amor que sentía por Sara claudicó.
Empecemos por el comienzo.
Abraham es una de las figuras más relevantes en la historia religiosa del mundo. Para los musulmanes es el más grande de los profetas, sólo superado por
Mahoma. Para los judíos es el fundador del llamado pueblo elegido. Para los cristianos es padre de todos los creyentes.
Cuando tuvo edad de matrimoniar tomó por esposa a Sara, quien según Génesis 20:12 era hermanastra suya por parte de padre. En época patriarcal este tipo de matrimonio era considerado normal, una práctica que después sería abolida por la ley mosaica y considerada aberrante. (Levítico 18:9 y Deuteronomio 27:22).
La esterilidad estaba considerada en todo el antiguo oriente como un mal. Era creencia de que los hijos representaban una especie de inmortalidad y la mujer que no los tenía era como una muerta total y un oprobio para la sociedad.
Hoy no se llega a tales extremos, pero una casada estéril sigue siendo mal vista, especialmente en países latinos. Rubén Darío, famoso poeta nacido en Nicaragua, escribió estos versos cuando agonizaba el siglo XIX:
La estéril gran señora desespera
y odia su gentil talle,
cuando pasa la pobre cocinera
con seis hijos y medio por la calle.
Sin tener en cuenta las consecuencias, Sara cometió un grave error. Era estéril, y por esta causa vivía amargada. También era estéril Raquel, mujer de Jacob, quien exigía a su marido: “Dame hijos, o si no, me muero” (Génesis 30:1).
Sara no cargó tanto sobre Abraham. Recurrió a otra solución, legal en aquellos tiempos. Según el código babilónico de Hammurabi, fechado en el siglo XVIII antes de Cristo, cuando la mujer era estéril podía entregar una esclava –por lo general la suya propia- al marido para que le diera descendencia a través de ella. Lo que ahora, cuatro mil años después, llamamos vientre de alquiler. Cuento la historia como la cuenta la Biblia:
“Saray, la mujer de Abraham, no le había dado hijos. Pero Saray tenía una esclava egipcia, llamada Agar. Y dijo Saray a Abraham: El Señor no me ha permitido tener hijos; acuéstate con mi esclava y quizás podamos tener familia gracias a ella. Abraham aceptó su propuesta… Saray, su mujer, tomó a Agar, su esclava egipcia, y se la dio como mujer a Abraham su marido. Abraham se acostó con Agar, y ella quedó embarazada”. (Génesis 16:1-4)
A ver.
¿No hay aquí una claudicación del amor, tal vez por ambas partes? Evidentemente, no podemos ceñirnos a una única forma de concebir, sentir y manifestar el amor. Siempre ha existido un interrogante sin respuesta en la relación amorosa, acertadamente reflejada por el cubano Antonio Machín en su canción “corazón loco”: “cómo es posible amar a dos mujeres a la vez”.
¿Estaba Abraham enamorado de Sara? ¿Llegó a enamorarse de Agar? Evidentemente, infidelidad no hubo, puesto que las tres partes tenían conocimiento de lo que tramaban y estaban conformes.
Pero –hay un pero-. Prescindo de los propósitos divinos, que los había. Lo analizo todo con mente carnal, como un asunto puramente humano, totalmente humano, lo advierto, dejo constancia de ello. Prescindo también de las costumbres de la época, de los condicionamientos sociales, del drama familiar, de las leyes de aquellos tiempos. Juzgo de cielo hacia abajo, anclado en la tierra, como hombre del siglo XXI. Y me interrogo: Una mujer realmente enamorada, ¿puede claudicar y permitir voluntariamente que su hombre mantenga relaciones sexuales con otra mujer a cambio de un hijo? El amor es el más grande de los egoísmos. El amor razona algo así: Lo que es mío no es para otro ni para otra.
En las montañas donde por aquellos tiempos vivían los componentes de la tribu de Efraín había un hombre llamado Elcana, casado con dos mujeres, Ana y Penina. Esta Penina había tenido hijos e hijas. Ana era estéril. Y lloraba amargamente. Su marido le dice: “Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué te entristeces? ¿No valgo yo más que diez hijos?” (1º de Samuel 1:1-8).
¿Qué respondemos a esto? De acuerdo en que son amores desiguales, pero para una mujer casada, ¿es más importante el marido que el hijo? Por lo que hemos leído en párrafos anteriores Sara lo tenía claro: marido bien, de acuerdo, pero quería un hijo. Claudicó en sus sentimientos y dio el visto bueno a que su hombre se acostara con otra mujer.
Enfoquemos la historia desde otro ángulo, el de Abraham. Un hombre realmente enamorado de su esposa, ¿puede tener relaciones sexuales con otra, aunque la primera lo consienta? Cierto que en el amor todas las cumbres son borrascosas, pero el amor, ¿puede tomarse así, a la ligera, sin tener en cuenta la completa dignidad del ser humano?
Caben dos posibilidades: Que el amor de Abraham hacia Sara fuera un amor débil o un amor fuerte. Si era débil, no debió importarle mantener relaciones sexuales con otra mujer. Si era fuerte, si amaba a Sara con locura, quiso complacerla aún en aquél asunto tan delicado.
¿Claudicó Sara en su relación amorosa?
¿Claudicó Abraham?
El amor nació con el misterio.
Donde sí claudicó el padre de la fe fue en otro episodio de su vida.
Cuento lo que leo en la Biblia.
En una época de hambruna en tierras de Canaán, donde vivían, Abraham y Sara deciden viajar a Egipto y pasar allí una temporada. Cuando estaban próximos a entrar en el país del Nilo, Abraham dijo a su esposa: “es evidente que eres una mujer muy bella; cuando te vean los egipcios, dirán: “es su mujer”, por lo que a mí me matarán y a ti te dejarán con vida. Di, por favor, que eres mi hermana; de este modo me tratarán bien por consideración a ti y podré salvar la vida”. (Génesis 12:10-13).
¿Estaba justificado el miedo de Abraham tratándose de una mujer de sesenta y cinco años? Sí, lo estaba, escriben quienes explican el Génesis. A esa edad Sara conservaba una hermosura deslumbrante, cautivadora, sin las operaciones estéticas que hoy deforman los rostros femeninos, de los que la duquesa de Alba, acartonada, es un claro ejemplo. San Agustín acude en defensa de Abraham y nos asegura que el patriarca puso en Dios su confianza. Cabe en lo posible, pero con su consejo a Sara la armó. Sigamos leyendo en el primer libro de la Biblia: “Cuando Abraham llegó a Egipto, los egipcios descubrieron, en efecto, lo hermosa que era Sara. También la vieron algunos oficiales del Faraón y se la ponderaron tanto al Faraón que la mujer fue llevada a su palacio”. (Génesis 12:14-15)
Abraham, culpable. Para salvar su vida no le preocupa que su esposa sea deshonrada. En los tiempos que corrían la esposa en todo debía estar subordinada al marido y para éste estaba antes su vida que el honor de Sara. El francés Jean Chaine, en LE LIVRE DE LA GÉNESE, dice que “la conducta de Abraham es la de un beduino ladino y egoísta”. No lo apruebo. Sí es cierto que el Faraón colmó de bienes al patriarca a causa de Sara. Lo dice la Biblia: “por consideración a ella, Abraham recibió un excelente trato, además de ovejas, vacas y asnos, siervos y siervas, asnas y camellos” (Génesis 12:16)
Aunque no hemos de juzgar la conducta de los patriarcas a la luz de nuestra moral cristiana siglo XXI, cierto es que enredado en el engaño se halló incapaz de rechazar los valiosos regalos del Faraón.
El religioso católico Maximiliano García Cordero, profesor que fue de exégesis y de teología bíblica en la Universidad Pontificia de Salamanca, al llegar al capítulo 12 en sus comentarios al libro del Génesis dice que la providencia divina velaba sobre el patriarca y destaca la protección especial que Dios tenía sobre él: “el Señor castigó al Faraón y a su corte con grandes plagas por lo de Sara. Así que el Faraón llamó a Abraham y le dijo: ¿Qué me has hecho? ¿Por qué no me dijiste que era tu mujer? ¿Por qué dijiste que era tu hermana, dando lugar a que yo la tomara por esposa? Ahí tienes a tu mujer, tómala y márchate”. (Génesis 12:17-19
No resulta difícil imaginar la turbación de Abraham ante la recriminación del Faraón. Al decirle que Sara era su hermana le contaba una verdad a medias y una mentira a medias. Ahora sufría el dolor que nace de la vergüenza. Siempre ha sido verdad que quien siembra viento recoge tempestades.
Cuando el Faraón toma a Sara la integra en su harén. ¿Qué ocurrió allí? En el libro LOS AMORES EN LA BIBLIA su autor, el colombiano Marco Schwartz, lo explica así: “los rabinos de tiempos posteriores han sentido la necesidad de aclarar qué ocurrió realmente durante la estancia de Sara en el palacio del Faraón, porque el texto original puede prestarse a equívocos. Por supuesto, los rabinos (y probablemente el propio autor bíblico) dan por sentado que la gran matriarca del pueblo judío no llegó a consumir la unión carnal con el rey de Egipto. Varios “midras him” –comentarios rabínicos escritos y recopilados entre los siglos II y XII d.C. –sostienen que Abraham, después de que su mujer fuera llevada ante el Faraón, se puso a llorar e imploró a Dios para que Sara conservase su integridad. Dios atendió sus súplicas, y envió un ángel para que la protegiera. Cuando el Faraón intentó abrazar a Sara, recibió un golpe de una mano invisible. Lo mismo sucedió cuando trató de quitarle el calzado y la ropa. En ésas se le fue la noche al Faraón, que no consiguió copular con la hermosa forastera. A la mañana siguiente, vio con horror rastros de lepra en los rostros de sus eunucos. Entonces Sara le confesó que era mujer de Abraham. El Faraón la devolvió de inmediato a su marido, y para congraciarse con éste, le regaló aún más riquezas de las que ya le había dado”
¿Claudicó Abraham en su relación amorosa con Sara? Juzgue el lector.
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