Pensando en términos bíblicos qué sería más correcto decir, ¿el origen del amor o el despertar al amor? El dilema está justificado, ya que tanto en la naturaleza como en la vida humana todo ha tenido un principio.
El primer ser creado fue Adán. El libro de Génesis retrata, en unos cuantos plumazos, una criatura hecha del polvo de la tierra, en la cual Dios infunde Su aliento haciéndola semejante a Él en lo espiritual. Un día, un día cualquiera, Dios advierte que Su criatura padece el mal de la soledad. Entonces piensa para sus adentros: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él”. ¿Estaba Adán realmente sólo?
El amor, esa música cálida y a veces diabólica que vive en el corazón de los seres humanos, es una realidad que nadie se atreve a negar. Existe desde antes que existiera el paraíso, desde antes que existiera el tiempo, existe desde el nacimiento de Dios, puesto que Dios es amor. Dios se descubre a sí mismo amando.
Si el amor existe desde el alborear del mundo, es natural que hubiera una hora cero cuando el espermatozoide fecundó el corazón, dio origen al feto y después de un tiempo el amor naciera a la vida.
Una ojeada al capítulo dos del Génesis nos ilustra sobre el mundo en el que Adán se desenvolvía. A su derredor crecían plantas y yerba del campo, árboles deliciosos a la vista y buenos para comer, otro misterioso árbol de la ciencia del bien y del mal, el también misterioso árbol de la vida, ríos de aguas limpias. Hoy día Dios ha de atender a siete mil millones de personas. Cuando Adán, no. Sólo Adán reclamaba su atención. Y Adán disponía de Dios entero para él, únicamente para él. ¿Podía sentirse solo un hombre que vivía en lugares paradisíacos, disponiendo en exclusiva de Dios creador a cualquier hora del día o de la noche?
Pues sí, Adán experimentaba el tormento de la soledad sentimental. Lo tenía todo, nada material le faltaba, pero no hallaba “ayuda idónea para él”.
Dicho de una vez: le faltaba el amor, amar y ser amado. Adán tenía amor de amar. El hombre, como el niño, siente el miedo cósmico a la soledad. El hombre no lo es completo hasta que se integra en lo femenino y conoce los honores y los dolores del amor, sus alegrías y sus penas, el fundirse en un abrazo eterno o huir de sus tormentos.
La espina dorsal del mundo es el amor.
El amor sostiene y mueve la tierra.
El amor es una llama que enciende los corazones.
El amor transforma al que ama en lo que ama.
El amor es eso que dice la Biblia, dos seres en una misma carne.
¡Cruel martirio para el alma! Adán no disponía de otra carne junto a la suya, otro cuerpo no se unía a su cuerpo.
¡Se sentía solo! ¡Terriblemente solo!
Para vivir solo hemos de tener o mucho de Dios o todo de bestia.
Muy acertado Gustavo Adolfo Bécquer: “la soledad es más hermosa cuando se tiene a alguien a quien decírselo”.
Adán a nadie tenía. El más evolucionado y cercano de los animales que retozaban en el paraíso no le habría entendido. Y el primer hombre no viviría en plenitud hasta conocer el amor, hasta entregarse a otro ser de su mismo nivel.
Consciente del problema, Dios crea a la mujer, que nace del propio costado del hombre; es una parte de su unidad, a la que se integra con la profunda nostalgia de ese sueño lúcido que es el amor.
Cuando pasan los efectos de la anestesia previa a la operación, cuando Adán despierta de su sueño, ve a la hembra y dice aquello de “esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne”.
¿Está en este texto el origen del amor universal, el amor humano, puramente humano? Entiendo que si.
El ser creado por Dios es un multimillonario de sentimientos. En la doble corriente de su cuerpo, material y espiritual, sabe que la vida y el amor es lo más vital de la existencia. Sin amor, la mujer y el hombre sienten un vacío tan mustio como la sequedad de los ríos. La carencia de amor nos sepulta en un abismo sin fondo. Se ha dicho que los griegos enseñaron sabiduría, los romanos organización, Jesús enseñó amor.
Dios detecta todo lo relacionado con sus criaturas. Advierte la soledad de Adán, su tristeza, su lamento interior, y actúa de inmediato. Hace brotar a la mujer del costado del primer hombre y, orgulloso, satisfecho, la presenta a Adán. Esta vez sí, piensa el hombre. Ahora no se trata de un animal parecido a mí, ahora es otro ser igual que yo. El repaso de nombres que impone a los animales del Edén termina triunfalmente en un título que es eco del suyo propio. Dios, como padre de la novia, la lleva hasta el altar del huerto. Y el novio, entre nervios y alegrías, exclama: este ser es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Se trata de la primera declaración de amor en la Historia. ¡La primera! Nada de “prometo amarte, respetarte, cuidar de ti hasta que la muerte nos separe”, palabras huecas, que los propios contrayentes invalidan en la mayoría de los casos cuando uno se cansa del otro.
La declaración de amor en labios de Adán contiene imágenes tan sublimes como la intensidad de sus sentimientos. En muy pocas palabras confiesa su amor a la mujer como nunca los miles de páginas escritas por poetas y románticos lograron hacerlo.
Carne de mi carne; tu eres yo, yo soy tú.
Hueso de mis huesos. Salomón pudo haber añadido: eres suavidad a mi alma y medicina para mis huesos. El mozo del Chamberí castizo habría dicho a su novia en palabras menos rebuscadas: “estoy loco por tus huesos”.
En Adán y Eva tuvo lugar el despertar al amor.
El origen del amor no, porque antes que el de ellos ya existía el Amor con mayúscula.
Y también antes que el sexo fue el amor. Cuando Adán y Eva despiertan al amor, la vida para ellos se viste de colores, de música, de fragancia, de inocente sensualidad, como se viste la primavera para ser fecunda. Así lo dice la Palabra inspirada: “estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban”. No tenían de qué avergonzarse a pesar de su desnudez, el uno frente al otro, no sentían el tirón del sexo. Fue después de la caída, después de la primera desobediencia, del primer pecado, de la primera ruina humana, cuando, siempre según la Biblia, “conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a luz a Caín”.
Conocer expresa relación sexual. El sexo fue después del amor.
El amor fue antes que el sexo.
El sexo supone la unión de los cuerpos.
El amor implica la unión de los corazones.
De corazones unidos pueden brotar cuerpos unidos.
Pero ¡cuántos cuerpos se unen en tanto que sus corazones están separados a la misma distancia que existe entre el cielo y la tierra!
La revista DTLUX, en su ejemplar correspondiente a Noviembre del 2013, publicó un artículo que trataba del amor y del sexo. Decía que ha surgido en Canadá y se está extendiendo por Estados Unidos un movimiento compuesto por mujeres y hombres que viven el amor, pero se niegan a practicar sexo ni siquiera para engendrar. Decía el amplio reportaje, basado en un estudio realizado por el Instituto Kinsey, de Canadá, que “las personas asexuales aman, pueden ser seductoras, pero sin ganas de intimar sexualmente con nadie… a pesar de no sentir atracción sexual o no tener deseo sexual, sí pueden experimentar atracción romántica”. La misma atracción que sintió Adán por Eva al serle presentada, antes de conocerla sexualmente.
Primero, el amor. Amor más allá de la muerte. Así lo concibió el poeta árabe Al Abbas Ibn El Ahmaf en el siglo VII:
¡Amor! Si mi orden pudiera ser ejecutada
haría venir y reunir todo el amor
repartido por cielos y tierras.
Después lo repartiría a partes iguales
entre la amada de mi corazón y yo.
Así seríamos felices y viviríamos
dichosos hasta el último de nuestros días.
Y cuando la muerte nos arrebatara
el amor sería amortajado con nosotros.
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