Viviendo todavía el primer mes del nuevo año creo apropiado continuar hablando del paso del tiempo. A Federico García Lorca también preocupaba el tema.
Jorge Guillén, que fue amigo de García Lorca, dice que el poeta, «de educación naturalmente católica, no era practicante como tantos, pero (mantenía) vivas las raíces de sus creencias». Si quienes no tuvimos la felicidad de conocerle juzgamos de estas creencias por lo que deducimos leyendo sus obras, la conclusión es bastante desfavorable. Ni en la poesía ni en el teatro de Lorca alienta la preocupación espiritual de Unamuno o el problema de Dios de Juan Ramón Jiménez.
Lorca es el poeta de la risa, del pintoresquismo, de la despreocupación alegre.
En unas declaraciones al diario
La Nación, de Buenos Aires, publicadas el 14 de octubre de 1933, García Lorca afirmó: «A mí lo único que me interesa es divertirme, salir, conversar largas horas con amigos, andar con muchachas. Todo lo que sea disfrutar de la vida, amplia, plena, juvenil, bien entendida».
Es natural que, concebida así la vida, Lorca no se interesara excesivamente por las realidades espirituales del alma. El tiempo y la eternidad, con la muerte como paréntesis, eran para él preocupaciones secundarias. Pocas veces se enfrenta con estos temas. Y cuando los toca lo hace de nubes para abajo, como dándole la razón al
Rig-Veda al afirmar que «lo mortal ha hecho lo inmortal».
En
Así que pasen cinco años, que tiene como subtítulo «Leyenda del tiempo», el poeta, entre risas de cristal y seriedad de muerte
nos dice que el tiempo no es más que un ligero movimiento de los cielos que tiene por misión recoger con apresuramiento el ovillo de nuestra vida. La vida y las cosas pasan ante nuestros ojos con velocidades de siglos.
El viejo de chaqué gris y barbas blancas dice al joven de pijama azul en el primer acto:
«Cambian más las cosas que tenemos delante de los ojos que las que viven sin distancia debajo de la frente. El agua que viene por el río es completamente distinta de la que se va...»
Esta vida que pasa como sombra, este tiempo breve de existencia que en la tierra todos tenemos, estos continuos latidos del corazón que siguen imperturbables su marcha como lágrimas de río, constituyen un tormento para el alma del hombre que nada espera tras el último suspiro. Y para no pensar en el minuto último prefiere soñar, ilusionarse, imaginar finales imposibles. Otra vez el viejo:
«Hay que volar de una cosa a otra hasta perderse. Si ella tiene quince años, puede tener quince cielos. Están las cosas más vivas dentro que ahí fuera, expuestas al aire o a la muerte. Por eso vamos a... a no ir... o a esperar. Porque lo otro es morirse ahora mismo, y es más hermoso pensar que todavía mañana veremos los cien cuernos de oro con que levanta a las nubes el sol».
Sí, es más hermoso, no hay duda. Pensar, soñar, imaginar. El sueño siempre es hermoso. Y lo sería más si tras el sueño no se escondiera la dura realidad. Jacob vivió siete años ilusionado. Siete años de humilde servicio por amor a Raquel. Un sueño de esperanza, una ilusión ideal, un amor esperado o una pasión cualquiera pueden hacernos galopar sobre la grupa del tiempo con velocidad de vértigo. Pasarán los años y nosotros nos creeremos siempre jóvenes, siempre los mismos. Pero no dejará de ser una ilusión. La realidad es otra. El tiempo, insobornable, deja sus huellas en la vida y en las cosas. Se lleva cada día un hilo de nuestra respiración, un hálito de nuestra alma, una flor de nuestro rostro. Dice el poeta:
«Atrás se queda todo quieto; ¿cómo es posible que no lo sepa usted? No hay más que ir despertando suavemente las cosas. En cambio, dentro de cuatro o cinco años existe un pozo en el que caeremos todos».
¿Qué hay más allá de ese pozo? ¿Qué nos espera al otro lado del abismo cuando el tiempo para nosotros destinado haya gastado su cuerda de vida? ¿Qué pasará cuando, como el joven, la vida se nos escape por las pupilas, moje la comisura de nuestros labios y tiña de azul la pechera del frac? García Lorca deja a su protagonista en el fondo del pozo, bajo la tierra húmeda, sin esperanza de vida celeste. En el último acto, agonizante, con un tiro en el corazón, el joven se lamenta:
«Lo he perdido todo...»
Mientras que el eco, burlón, repite en sus oídos:
«Lo he perdido todo...»
Lorca escribía en sus versos y en sus obras teatrales lo que llevaba grabado en el alma. Dos meses antes de morir, contestando a unas preguntas de Bagaria acerca de la eternidad, artículo que fue publicado en El Sol el 10 de junio de 1936, decía: «La creación poética es un misterioindescifrable, como el misterio del nacimiento del hombre. Se oyen voces no se sabe de dónde, y es inútil preocuparse de dónde vienen. Como no me he preocupado de nacer, no me preocupo de morir. Escucho a la Naturaleza y al hombre con asombro, y copio lo que me enseñan sin pedantería y sin dar a las cosas un sentido que no sé si lo tienen. Ni el poeta ni nadie tiene la clave y el secreto del mundo. Quiero ser bueno. Sé que la poesía eleva y, siendo bueno, con el asno y con el filósofo creo firmemente que si hay un más allá tendré la agradable sorpresa de encontrarme en él. Pero el dolor del hombre y la injusticia constante que mana del mundo, y mi propio cuerpo y mi propio pensamiento, me evitan trasladar mi casa a las estrellas».
Aquí se refleja un García Lorca desorientado, sin ideas fijas, náufrago sobre las playas del espíritu. No tiene una convicción arraigada acerca del origen y destino del hombre; no ha encontrado a la vida su verdadero objetivo; el más allá no pasa de ser un enorme punto de interrogación en la inmensidad de la Naturaleza; y si hay otra vida, de lo que no está seguro, espera alcanzarla por su propia bondad.
No es esto lo que dice la Biblia. El libro sagrado afirma rotundamente que venimos de Dios y a Él vamos. «Él nos hizo –dice el salmista–, y no nosotros a nosotros mismos» (Salmo 100:3).
«Y después de deshecha esta mi piel –añade Job– aún he de ver en mi carne a Dios; al cual yo tengo que ver por mí, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mis riñones se consuman dentro de mí» (Job 19:26-27). Dios nos ha creado «para alabanza de la gloria de su gracia» (Efesios 1:6).
Para el hombre de fe la vida tiene unos objetivos bien concretos, ampliamente definidos. Hay una razón de ser cuando se espera en Dios. Se vive una existencia superior, ennoblecida y alentada por ideales de fe y de amor. El tiempo adquiere su justo significado. Consciente de la brevedad de la vida, el hombre de fe ora diciendo: «Enséñanos de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría» (Salmo 90:12). Sabe que la eternidad no es una panacea para dormir las mentes, sino una realidad declarada por el mismo Señor Jesús cuando dijo a los suyos: «En la casa de mi Padre muchas moradas hay; de otra manera, os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros» (Juan 14:2). Y a esta morada eterna no llegamos por nuestros propios méritos, sino por la misericordia de Dios, como lo afirma San Pablo: «... no por obras de justicia que nosotros habíamos hecho, mas por su misericordia nos salvó, por el lavamiento de la regeneración y de la renovación del Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador» (Tito 3:5-6).
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