El cine de Terrence Malick ha tenido siempre algo de religioso. Aunque nunca como en El árbol de la vida, se ha propuesto capturar la magia, asombro y misterio del universo. Este director de culto norteamericano –que tarda diez años en hacer una película, y no se deja ver nunca en público– obtuvo la Palma de Oro del Festival de Cannes por esta obra maestra, que no recogió –como ninguno de sus otros premios, ya que no da siquiera entrevistas–. Coproducida por su protagonista, Brad Pitt, esta obra inclasificable trata sobre lo divino y lo humano. Es una meditación sobre la vida, la presencia y la ausencia de Dios, el amor y la familia, la rebelión y el pecado, el dolor y la duda.
La película
se inicia con las palabras de Job 38:4, 7, cuando Dios le pregunta dónde estaba cuando puso las bases de la tierra. De inmediato nos plantea cuál es el sentido de nuestra existencia: ¿qué tiene que ver nuestra historia con la historia del cosmos? Tal vez somos parte de una historia continua, que realmente sólo conocemos durante el tiempo de una vida, la nuestra.
La trama tiene por eso dos acciones paralelas, que se superponen, alternando imágenes del pasado y el presente de una familia, con el origen mismo de la vida y el universo.
Malick nos presenta a un matrimonio con tres hijos en un pequeño pueblo de Texas en los años cincuenta, la época en que creció el director
–nacido en
1943, no se sabe exactamente dónde, si en Ottawa o Austin
–. Es una familia religiosa, marcada por el severo padre, atormentado por la culpa (un ceñudo Brad Pitt), y la generosa madre, llena de amor y paciencia (la encantadora Jessica Chastain). La película evoca el mundo de la infancia de unos niños con sus vecinos y juegos, hasta irrumpir la inesperada realidad de la muerte del hijo mayor en la guerra de Corea. La perspectiva es la de su hermano adulto (Sean Penn), que se ve ahora solo entre los rascacielos de una gran ciudad, mientras piensa en su padre y la inocencia perdida.
UN MUNDO CAÍDO
El cineasta
–que estudió filosofía en Harvard y Oxford, donde se iba a doctorar sobre el pensamiento de Heidegger, antes de enseñar en el prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts
– ha hecho cuatro películas en cuarenta años. Su poderosa cosmogonía y trascendentalismo místico no se parece a nada de lo que hayamos visto hasta ahora en la pantalla. Algo que rara vez se puede decir de una industria que se basa en la continua repetición de unas historias, vistas una y otra vez, una década tras otra. Malick nunca ha querido contar una historia, sino revelar el mundo.
El director de 67 años describió a Pitt su película como “una épica cósmica, un himno a la vida”. Ve al personaje de Penn como “un alma perdida en el mundo moderno, buscando respuesta a los orígenes y el significado de la vida, mientras se cuestiona la existencia de la fe”. El tráiler empieza con esta línea: “Hay dos formas de ver la vida: la de la naturaleza y la de la gracia”. Comienzo más teológico ¡imposible!
Hay una dualidad clara en todas las películas de Malick, en la que se yuxtaponen imágenes paradisiacas de la naturaleza con la dura visión de una creación caída. En
La delgada línea roja (1998), los soldados en la selva observan “la guerra en el corazón de la naturaleza”, por la que el mal irrumpe en medio de la creación más radiante. En
Días del cielo (1978) y
El nuevo mundo (2005), desatados romances idílicos en campos de trigo y bosques se enfrentan a la dura realidad de la vida. Con frecuencia los personajes de Malick mantienen monólogos sobre Dios, pero ¿qué Dios es este?
EL DIOS DE MALICK
En la base del pensamiento norteamericano hay un viejo debate del siglo XIX, entre el trascendentalismo y el pragmatismo, que aparece ya en los inicios de una nación que algunos pretenden que tiene un origen cristiano –aunque muchos de sus padres fundadores eran más bien deístas–.Así el trascendentalista Emerson creía que había una relación original entre el individuo y el universo, por la que todo ser humano lleva en su interior una parte de la divinidad, lo que filosóficamente se llama pananteísmo –que no hay que confundir con el panteísmo, que todo es dios–.
Esta visión religiosa no cree en la necesidad de milagros, o jerarquías eclesiales. Es la América de los grandes espacios, donde el ser humano emprende un camino de afirmación de sí mismo, proyectándose en la “madre naturaleza”. El comentarista filosófico de cine, Stanley Cavell –autor de
La búsqueda de la felicidad: la comedia de enredo matrimonial en Hollywood–,lo desarrolla en uno de sus libros –todavía no traducido al castellano,
The World Viewed–, en el que pone a Malick como ejemplo de trascendentalista, que busca la unidad con el universo. Es por eso que muchos han calificado la obra de este director episcopal –o sea anglicano– de “oración fílmica”, o “poema filosófico”.
Desde el principio de la película, la voz en off de la madre nos habla del conflicto entre la naturaleza y la gracia.Ya que la naturaleza puede ser también, para Malick, cruel y miserable, mientras que la gracia permite recuperar la armonía. De hecho, la famosa secuencia de los dinosaurios sólo tiene un propósito, filmar un gesto de dominación y piedad, cuando un animal apoya su pata sobre otro, antes de volverse a marchar. La violencia esperada se anula por ese acto de gracia.
NECESITADOS DE GRACIA
El personaje interpretado por Brad Pitt –educado por cierto en la iglesia bautista, hasta tener una crisis de fe, que recordó en la rueda de prensa de Cannes–, es humillado al final, reconociendo su vergüenza. “He deshonrado todo”, dice. Nos muestra así que somos frágiles criaturas, necesitados de
gracia. Esa gracia que conoció el político británico Wilberforce, por la predicación del antiguo esclavista John Newton, cuyo himno
Amazing Grace dio título a la película que produjo Malick el año 2006.
Aunque el nombre de Cristo no aparece en la película, abundan las referencias bíblicas de Génesis a Apocalipsis, pero especialmente Job 38,con el que empieza y acaba la cinta.Al principio, citado como texto, pero al final expuesto por el predicador de la iglesia a la que asiste la familia. Job, a pesar de su justicia, lo pierde todo, bienes e hijos. En desesperación, desea saber por qué ocurren tales cosas, pero Dios no le habla desde el torbellino hasta el final del libro.
La respuesta de Dios viene, como tantas veces en la Biblia, por medio de preguntas. En ellas descubrimos que al hombre le falta el poder y la sabiduría para entender las cosas.¿Por qué Dios no nos dice simplemente por qué sufrimos? Cuando le dice a Job que observe la naturaleza, lo podemos entender de dos maneras: O la inmensidad del mundo nos muestra una indiferencia inmisericorde, que no se preocupa del ser humano –al desierto no le preocupa si oras, ni la catarata se para, para mostrar misericordia–, por la que la naturaleza nos dice que no somos nada…
VIENDO AL INVISIBLE
O al descubrir la maravilla de la Creación, podemos encontrar la grandeza de Dios. “Aquí es donde Dios vive”, dice la madre a su hijo, mientras contempla los rayos de sol filtrándose entre las hojas de los árboles. “Las cosas invisibles, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (
Romanos 1:20). ¿Cómo es esto posible?
En un sentido, es sólo “por la fe” que “entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía”(
Hebreos 11:3). Es por eso que para Malick, no hay certezas ni explicaciones causales a la naturaleza de las cosas. Nada resulta completamente visible o invisible.
Es por “la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación”, por el que “fueron creadas todas las cosas… visibles o invisibles… por medio de él y para él” (
Colosenses 1:15-16), que vemos el carácter de la Mano invisible, que hay detrás de todas las cosas. En Cristo, “la Gloria” –que el personaje de Brad Pitt reconoce al final que no se había dado cuenta de ella–, se hace visible. Llena de gracia y verdad. La vida consiste en verla, tal y como es, reflejada en el rostro de Jesucristo.
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