Fiebre. Pasión. Locura. Fanatismo. Deporte mal entendido que termina en delirio. Ánimos exaltados cuando el balón se acerca a la portería. Amores locos por los colores del equipo que lleva a hombres y a mujeres por la senda del ridículo.
Llego al aeropuerto de Barajas, en Madrid, el martes 9 de mayo. Regreso de los Ángeles, en California. La Universidad Pepperdine, número diez entre tres mil que hay en Estados Unidos, me invitó a una serie de conferencias. Concluidas, el rector me entregó una placa en reconocimiento a mi trabajo de años en medios de comunicación. Dos mil personas se levantaron de sus asientos para aplaudir. ¡Emocionante! ¡Sobrecogedor!
Llego a España a tiempo para presenciar al día siguiente el choque futbolístico entre Atlético de Madrid y Atlético de Bilbao. El partido se jugó en Bucarest, capital de Rumanía.
Para miles (¿millones?) de españoles sólo hay tres cosas importantes en la vida: la familia, el trabajo y el fútbol.
A fieles creyentes en Dios, de cultos dominicales, les ataca la desgana cuando se les pide que apoyen reuniones evangelísticas en lugares vecinos o en ciudades cercanas. Los apasionados del fútbol nos dan ejemplo: Doce mil vascos se desplazaron a Rumanía y nueve mil madrileños hicieron lo propio.
¿Cuánto dinero cuesta un tal viaje? Contemos avión, restaurantes, una noche de hotel como mínimo. ¿Para qué? ¿Para ver a 22 hombres en pantalón corto corriendo tras una gran pelota redonda, dirigidos todos por otro hombre también en calzón corto con un pitito en los labios? ¿Tiene esto más fuerza que el anuncio de la redención en Cristo? La tiene. Porque para llevar a cabo una campaña de evangelización son pocos los que se mueven, menos los que cooperan.
Aquél miércoles noche España se paralizó. Diez millones de personas enganchadas a la televisión. Se dijo que unos 20 millones presenciaron el partido en todo el mundo. ¿Cuántos cristianos de los nuestros dejan la cama una hora antes los domingos para ver el programa evangélico que transmite la televisión?
No hay vuelta de hojas: “Los hijos de este siglo son más sagaces que los hijos de la luz” (Lucas 16:8).
Los hijos de este siglo son los veintiún mil españoles que viajaron de España a Rumanía para contemplar el partido de fútbol, los diez millones de españoles que siguieron las incidencias por televisión. Los hijos de la luz somos nosotros, a quienes nos fastidia abandonar la cama el domingo por la mañana para vivir y apoyar la hora del culto.
Caiga sobre nuestras cabezas la ira de Dios.
Luego estuvo la llegada de los héroes a Madrid. ¡Otra locura! ¡El delirio desenfrenado! ¡La pasión desbordada!
Miles de seguidores esperaban a los vencedores en el aeropuerto de Barajas. Después, fiesta en la plaza de Neptuno, contigua a la Cibeles. La prensa habló de trescientos mil abarrotando el espacio.
Olvido total de la crisis económica. Forofos con bufandas al cuello. Hombres y mujeres, de todas las edades, saltando, gritando como posesos. El público bailó, cantó, coreó el himno de su equipo varias veces. La presidenta de la comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, enfundada en la camiseta del Atlético, dando saltitos aplaudida por la multitud. La alcaldesa de la capital, Ana Botella, más ágil, saltaba más arriba.
Estas fiestas siempre degeneran en conflictos. En ocasiones ha habido incluso muertos. En Neptuno, 52 personas fueron detenidas, 37 tuvieron que ser atendidas por los servicios médicos, nueve heridos, entre ellos dos policías. Hay mucha violencia en el fútbol. En todos los países.
En el lado contrario, lágrimas, muchas lágrimas. Buena parte de los 12.000 seguidores del Atlético de Bilbao llorando sin consuelo al final del partido. Dramática la imagen de Llorente llorando como un niño castigado. Más dramática, dolorosa y espeluznante la figura fija a medio cuerpo de Muniain en la pantalla con el rostro compungido y los ojos bañados en un mar de lágrimas. ¿Caben tantas lágrimas sólo porque el balón entró tres veces en la portería propia y ni una sola en la contraria? Lloraban porque habían perdido. ¿Lloramos nosotros por los que se pierden?
En Madrid siguió, cómo no, la visita a la catedral católica de la Almudena. Ofrenda a la imagen del triunfo logrado.
El colombiano Falcao, autor de dos goles, fue el más aplaudido.
“Hoy Dios se llama Falcao”, escribió Raul del Pozo. No. Falcao no es Dios. Falcao es un cristiano evangélico, realmente convertido, con una rica vida espiritual. Un hombre de Iglesia, como lo es Kaká. Falcao testifica de su fe y habla de Cristo en cuantas ocasiones se le presentan. Bajo la camiseta del equipo suele llevar otra con textos de la Biblia y la descubre siempre que ve la oportunidad.
Es frecuente mezclar a Dios con el fútbol, una infamia más, propia de países católicos y supersticiosos. A Maradona se le llamó “la mano de Dios” por aquel gol que marcó en 1986 en México valiéndose de ese miembro del cuerpo que dio a Argentina el campeonato del mundo. Años después, en 1994, al ganar Argentina a Australia en clasificación para el mundial, la revista EL GRÁFICO, de Buenos Aires, escribió: “Ha sido el triunfo de Dios”. Maradona insistió en involucrar a Dios con las patadas al balón cuando en Israel se refirió al mundial de 1994 diciendo: “Le pido a Dios que durante el mundial sea argentino. Se lo pido de verdad”.
Cuando el sevillano Real Betis Balompié volvió a primera división en 1995, su presidente, Manuel Ruiz Delopera, dijo a los medios de comunicación: “Este ascenso ha sido posible merced a la intervención milagrosa de Jesús del Gran Poder”, una imagen de madera con rostro de hombre. ¿Y los jugadores, nada hicieron? ¿Durmieron la siesta cada domingo tendidos en el césped del campo? ¡Cuánta superstición! ¡Cuánto fanatismo!
A los locutores de radio y televisión se les supone cierta cultura. Cuando se trata de fútbol se comportan como paganos de tribus africanasinclinados ante el tótem del brujo. Quien comentaba el partido Madrid-Coruña del 4 de junio 1994, que ganaron los madrileños, el narrador de Televisión Española soltó esta prenda: “Zamorano llamó a las puertas del cielo y el cielo se abrió”. Ya lo sabe el presidente Rajoy: que llame a las puertas del cielo y pida trabajo para seis millones de españoles que no lo tienen.
¡Cuantas tonterías se dicen! Dios no juega al fútbol con Maradona, ni juega a los dados con Nietzsche, ni remueve el puchero de Teresa de Ávila. Tiene cosas más importantes que hacer. Dios se mueve en lo insondable y lo secreto, en lo profundo y lo escondido (Daniel 2:22). Vive en el arcano y el misterio.
Luis García Berlanga, el gran realizador del cine español, estrenó en 1957 la película tragicómica titulada: LOS JUEVES MILAGRO. La censura de aquella época, según cuenta Berlanga, le ordenó suprimir una escena relacionada con el fútbol. En la torre de la Iglesia del pueblo están el supuesto
santo y otro de los protagonistas. Ambos contemplan un partido de fútbol en el que se halla implicado el equipo del `pueblo. El protagonista pide al
santo un milagro, y éste ni corto ni perezoso, utiliza un espejo, ciega al portero contrario y provoca un gol.
Se realiza el milagro. Todo el pueblo lo cree así.
El santo obrando en nombre y por la gracia de Dios, ha logrado la victoria de los locales. Teresa de Ávila decía que Dios estaba entre los pucheros. Hoy se cree que está incluso en los pies de los jugadores de fútbol, en el balón que rueda, en el resultado del partido, cuando es favorable, naturalmente. Cuando no, el diablo también existe.
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