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EEUU: Heaven Miller, J. Sinclair y G. Owen

Mis amigos muertos (9)

En Estados Unidos, esa república que acaba de ponerse la brida para seguir su noble carrera, como la vio Dickens, tuve otros amigos que ya han muerto.
ENFOQUE AUTOR Juan Antonio Monroy 23 DE DICIEMBRE DE 2010 23:00 h

Uno de ellos fue LEONARDO HEAVEN MILLER. Lo conocí en noviembre de 1964, cuando durante mi estancia en Nueva York hice un viaje a Texas. El vivía en Abilene, ciudad de 100.000 habitantes al oeste de Dallas. Era profesor de español en la Abilene Christian University. Dos años antes había estado en España y conocido a Ernesto Trenchard, además de otros líderes evangélicos. Cuando yo me instalé definitivamente en Madrid lo invité varias veces a España para que participara en el programa de nuestras conferencias.

Era un enamorado de este país. Tenía carpetas y carpetas repletas de fotografías, postales y notas sobre ciudades españolas. Visitarlo en su casa americana suponía recibir una lección ilustrada de geografía española. Tres veces había subido a pie los 82 metros que tienen las 25 rampas de La Giralda, en Sevilla.

Para mí tengo que cuando Jesús dijo al joven rico “ninguno hay bueno”, había olvidado la existencia de LEONARDO en la tierra. Era la suya una bondad que abarcaba todas las formas de la vida. Con su primera mujer engendró dos hembras y un varón. Quedó viudo a los 78 años y contrajo nuevo matrimonio. Enviudó por segunda vez a los 82 y agenció una tercera esposa. Cuando la muerte lo traspasó del infierno terreno al cielo beatífico había cumplido 92 años. La muerte transforma la vida en destino.

Nashville es una ciudad del sur de los Estados Unidos, en la orilla izquierda del río Cumberland. Es capital del estado de Tennessee y también conocida como capital de la música country. No lejos de allí, en Memphis, dicen que está enterrado Elvis Presley. Aquí, en Memphis, asesinaron en 1968 a Martin Luther King.

Amigos a quienes conocí en Texas me invitaron a predicar en una iglesia grande de Nashville, que por entonces estaba en la Avenida West End. Mi empatía con uno de los Ancianos (anciano de cargo, no de edad) fue cuestión de horas. Acabada la reunión JACK SINCLAIR me invitó a comer y en su casa pasamos el resto de la tarde hablando. Vivía con su esposa Sue y su única hija, Susana. Era noviembre de 1964. Los norteamericanos estaban lanzados en una frenética campaña para elegir presidente. El liberal demócrata Lyndon B. Johnson o el republicano conservador Barry Goldwater. Susana, quien acababa de cumplir 15 años, lideraba entre los de su edad una campaña a favor de Goldwater.

La familia vivía en una casa construida en un terreno al que sobraban muchos metros. En un rincón cercano a la suya, SINCLAIR mandó edificar con madera una espaciosa habitación, totalmente amueblada, que en el pórtico tenía esta inscripción. “Juan´s Casa”. Juan era yo. La casita era para mí. Allí leía y dormía cuando andaba por la ciudad.

JACK SINCLAIR era un empresario próspero. Desde que vino a España por vez primera y pernoctó en un parador de León, quedó enamorado de los paradores españoles. Viajaba a este país sólo para pasar días saltando de uno a otro por toda la geografía. No hablaba español. Yo le acompañaba en sus aventuras, a la manera de un moderno Quijote. Se le parecía. Era delgado y alto. Me daba la impresión que salió del vientre de la madre riendo, porque riendo, con risa fuerte, yo le veía la mayor parte del tiempo que andábamos juntos. La risa, claro está, no ahuyenta la muerte. Las lágrimas tampoco.

Y JACK SINCLAIR murió. Poco tiempo estuvo enfermo. Una enfermedad en los músculos, progresiva y degenerativa. No supe más. La última vez que le vi se me fue el alma al suelo. Él, un hombre jovial, alegre, dinámico, estaba confinado a una silla de ruedas. Le ayudé a subir al coche, a bajar del coche, empujé la silla de ruedas con mi amigo en ella hasta la mesa del restaurante, misma operación de regreso a casa, un abrazo fuerte, y allí acabó nuestra amistad. La que conservo en el corazón no le llega.

He sentido la muerte de muchos amigos. Pero llorar, llorar hasta necesitar parabrisas los ojos para ahuyentar las lágrimas, sólo he llorado en pocas ocasiones. Cuando murió JOSÉ CARDONA y cuando murió JACK SINCLAIR, lloré.

Un día de julio del año 1967 recibo carta de Brasil. La firmaba un tal GLENN OWEN. El año anterior hubo un acuerdo entre la cúpula de las Iglesias de Cristo en Estados Unidos, unas tres mil, para nombrarme “hombre del año”. La noticia apareció en el CHRISTIAN CRONICLE y se enteró medio mundo. GLENN quiso conocerme. Era de Texas. En Brasil dirigía una cadena de emisoras de radio y realizaba trabajo misionero. Puro impulso, escasa razón, tomó un avión y se plantó en Madrid. Nos conocimos y congeniamos. Además de su idioma y el portugués, dominaba bien el español. Quedé invitado para tomar parte al año siguiente en un Congreso que tendría lugar en Sao Paulo. Para este Congreso escribí las cuatro conferencias sobre hombres de fuego que luego se publicaron en un libro; alcanzó tres ediciones en español y una en inglés.

Pasaron algunos años. GLENN abandonó Brasil. Volvió a Texas y se incorporó a la redacción de Herald of Truth, empresa de televisión, radio y literatura en la que yo empecé a trabajar en noviembre de 1964 y aún sigo en plantilla.

De los 50 estados que tiene la Unión Norteamericana he hablado en 29. Predicaciones en iglesias. Conferencias en universidades. Disertaciones en congresos. Presentaciones en centros culturales, en hoteles, mítines en estadios reducidos. Los primeros años de estas actividades me expresaba en inglés. Más tarde pedí a Glenn que me tradujera y ya no pude prescindir de él. Como traductor era único. No sólo interpretaba mis palabras, también expresaba mis gestos, mis pausas en el hablar, las posturas de mi cuerpo, seguía la modulación de mi voz. Hasta el pensamiento me traducía.

En una Iglesia de Dallas una señora nos preguntó: -¿Ustedes cuándo ensayan?

Los dos reímos. Al escuchar a GLENN y a mí podíamos dar esa impresión. Pero cuando subíamos a un púlpito o a una tribuna él ignoraba por completo de qué iba yo a hablar. No lo necesitaba. Llegamos a formar una pareja muy conocida en círculos de las Iglesias de Cristo. Era mi sombra. Donde iba yo allí estaba él.

En los primeros días de diciembre del 2001 yo estaba en Malta, camino de Tunez. De Madrid me llamaron al celular. Decían que MARLENE, esposa de GLENN, quería hablar conmigo urgente. Marqué su número en Abilene y me dio la noticia, mala o buena, no sé.

GLENN acababa de morir. La pregunta se imponía: -¿Cómo ha sido?

La voz entrecortada de MARLENE:
-Terminamos de comer. Se fue a la oficina de trabajo. Se echó a descansar en un sofá y le falló el corazón. Allí se quedó.
-¿Así?
-Así, JUAN. Dejó escrito que si moría antes que tú, predicaras en su entierro. Por eso te llamo.

No pude ir. Yo estaba muy lejos de Texas.

Ya lo han leído. En un suspiro se puede ir uno de esta vida. La muerte no es un valor en crisis. García Lorca:
¡Hay una hora tan solo!
¡Una hora tan solo!
¡La hora fría!
La hora de la muerte.

 

 


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