Don José: Media humanidad sabe quién es usted. La otra media no lee libros. Quiero curarme en salud. Podría ocurrir que esta revista cayera en manos de algún analfabeto literario, no necesariamente cultural, ignorante de su persona y de su sabiduría. Al efecto, recuerdo su trayectoria con breves pinceladas biográficas.
Nació usted en Portugal hace 87 años. Contrajo un primer matrimonio con Ilda Reis en 1944 y otro en 1986 con la periodista granadina Pilar Río, ahora traductora de su obra al castellano. Ha ejercido usted una prolongada labor periodística en diferentes medios. Ha escrito unos 40 libros. Es doctor Honoris Causa por 11 universidades, 5 de ellas españolas. Ingresó en el Partido Comunista Portugués en 1969. La Academia sueca le concedió el Premio Nobel de Literatura en 1998. Bien merecido. Más merecido que el que le dieron a Camilo José Cela por una producción literaria endeble.
Le leo a usted desde su novela LA BOLSA DE PIEDRA, de 1986. Su EVANGELIO SEGÚN JESUCRISTO me dejó indiferente. No sé a qué tanto empeño en rebajar la persona de Cristo hasta dejarlo en menos que un hombre. Tal vez para burlarse o vengarse de Nietzsche, que lo elevó a categoría de superhombre. También, y ello es natural en un escritor que se dice ateo, niega su divinidad.
¿A usted le convencieron los argumentos que se le ocurrieron para concluir que Cristo no es Dios? A mí, no. Los encontré archisabidos. Nada nuevo. Al menos, nada nuevo para mí, después de haber leído LA ESENCIA DEL CRISTIANISMO (1900), del teólogo protestante y racionalista alemán Adolf Harmack, PENSAMIENTOS FILOSÓFICOS, del ateo francés Denis Diderot y, la que más admiro, VIDA DE JESÚS (1863), del exjesuita y luego racionalista francés Ernesto Renán. Después de éstos hombres, ningún otro investigador ha aportado nuevas ideas para negar la divinidad de Jesucristo. Y siguiendo en este terreno me permito preguntarle: Antes de iniciar EL EVANGELIO SEGÚN JESUCRISTO, ¿leyó usted el libro del francés Augusto Nicolás titulado LA DIVINIDAD DE JESUCRISTO, cuya versión española se publicó en Madrid en 1868? Si no lo hizo y lo hubiera hecho, tal vez le habría salido una obra distinta, como le ocurrió al florentino Giovanni Papini cuando acudió a la Biblia en busca de razones para probar que Cristo no es Dios. Usted sabe que de aquella experiencia le salió HISTORIA DE CRISTO, el libro más bello, más noble, más verdadero que se haya escrito a lo largo del siglo XX para dejar definitivamente probada la divinidad de Jesús,
“Dios con nosotros”, según San Mateo.
Volviendo a sus libros, el que más he disfrutado, me volvió loco, es LAS INTERMITENCIAS DE LA MUERTE, de 2005. ¡Qué derroche de imaginación! Aquél pueblo donde nadie moría. A falta de cadáveres, hasta los curas y los agentes de funeraria se declaran en huelga. Y usted se presenta como ateo. ¿Está usted seguro de serlo? Es para pensárselo desde el alba al anochecer y pedir horas extras.
Siempre lo ha dicho. Y ahora acaba de repetirlo. Exactamente el 27 del pasado mes de agosto en unas declaraciones a la Agencia EFE: “Tengo asumido que Dios no existe”, fueron sus palabras. ¿De verdad cree usted que Dios no existe, o su ateísmo es sólo anticlericalismo?
Usted sabe que los revolucionarios franceses de los años 90 del siglo XVIII no eran ateos, como los enlistó la Iglesia católica, sino anticlericales que pretendían acabar con un clero defensor y dependiente de los estados tiranos.
¿No le habrá pasado lo mismo a usted? Su ateísmo, ¿no será consecuencia del pasado viscoso del que no ha podido deshacerse, cuando fue perseguido por el régimen católico de Salazar y la parte de culpa que tuvo el clero al ser expulsado del “Diario de noticias”?
Pregunto esto porque el ateísmo tiene sus trampas. Quien dice que no cree en Dios por pensar que es un concepto incoherente, comete el mismo error que denuncia, la falta de coherencia. “Enséñeme una foto del Espíritu Santo y creeré”, dice el personaje de Bruce Marshall. Usted, señor Saramago, ¿está en el bando de los que creen que toda realidad tiene que ser susceptible de verificación por los sentidos? Sería asumir una actitud que la ciencia moderna está poniendo muy en tela de juicio.
Para el ateísmo, el destino del hombre se funda en el hombre mismo. Es decir, usted es principio y fin. Nació cuando sus padres lo decidieron y desnacerá cuando todo se acabe aquí. Luego, la tumba, el nicho, la incineración, el se acabó todo. Todo esto muy negro. La negación de Dios pone en compromiso a la ética. Si Dios no existe, como dice un personaje de Dostoievski, todo está permitido, toda vez que no hay valores previos al faltar la conciencia religiosa y espiritual que los obligue. En este caso, usted diseña sus propios valores, y su esposa los que a ella le parezcan, y sus amigos los que más les convengan. Al carecer del patrón Dios, nos hundimos en un mundo donde el fundamento ético de la moral y de los valores humanos quedan a merced de cada cual.
Digo más, señor Saramago: La negación de Dios tiene también como consecuencia que la vida carece de sentido. Pero dado que ni usted, ni yo, ni el otro, ni el de más allá, podemos vivir sin un sentido ni sin un conjunto de valores, tenemos que inventárnoslos. Y así llegamos a Pascal. El incrédulo es el que más cree. Y a Papini: “El ateo es un incendiario que no ha sabido encontrar a Dios en sí mismo y lo busca en el símbolo físico y exterior… y como todos los idólatras, adora la apariencia y no la sustancia de Dios”.
Toco otro palo. A mediados del siglo pasado surgió en Europa y en Norteamérica la llamada teología de la muerte de Dios. Usted, Premio Nobel de literatura, advertirá el despropósito entre la realidad del sujeto “Dios” y el predicado “muerto”. Si para el ateo Dios no existe, ¿cómo puede morir? ¿Pudo un hombre terreno, finito, que además murió loco en un manicomio, me refiero a Nietzsche, matar a Dios? Y si está muerto, ¿qué sentido tiene negar su existencia? Cuando usted dice: “Tengo asumido que Dios no existe”, de ninguna manera está estableciendo la inexistencia de Dios, sino una realidad admitida: Hay Dios, pero yo creo que no lo hay. Niego su existencia. La afirmación “Dios no existe” del ateo es tan sin sentido y tan contradictoria como la afirmación “Dios ha muerto”.
¿Recuerda aquella discusión típica de adolescentes que Ingmar Bergman retrató en la película FRESAS SALVAJES? “¡Existe un Dios¡”, “Dios no existe!”, “¡Dios también existe!”. Cada uno quiere convencer al otro. Nadie escucha lo que ese otro está diciendo.
Son ustedes, los que se dicen ateos, quienes tienen que escuchar los argumentos de la teología, la filosofía y la ciencia cristiana. Más aún: a los ateos corresponde proporcionar las pruebas de la inexistencia de Dios. No limitándose a un encogimiento de hombros y a la manida frase “Dios no existe”, sino pruebas de verdad, pruebas razonadas, pruebas convincentes. Francois–Marie Arouet, más conocido como Voltaire, destaca esta frase en el artículo ATEÍSMO, primer tomo de la Enciclopedia francesa del siglo XVIII, la de la revolución en el país galo: “Incluso si no pudiésemos demostrar la posibilidad del Ser soberanamente perfecto, estaríamos en nuestro derecho al preguntar al ateo las pruebas de lo contrario, puesto que, persuadidos, con razón, de que esta idea no encierra contradicción, le corresponde a él probarnos lo contrario; quien niega tiene el deber de aducir sus razones”.
Usted niega, señor Saramago. ¿Por qué no explica las razones que tiene para hacerlo?
Tal vez no las tenga. Tal vez su ateísmo se reduzca a un no, porque sí. O porque Dios no le ha visitado en su escritorio para probar definitivamente su existencia. Por muy infantil que le parezca esta locución, la comparte un gran filósofo ateo de nuestros días, André Comte-Sponville. En su reciente libro EL ALMA DEL ATEÍSMO, dice: “Nadie apartará de mi cabeza que, si Dios existiera, debería hacerse ver o sentir más”. Algo similar a lo que buscaba José Arcadio Buendía en CIEN AÑOS DE SOLEDAD: “Mediante un complicado proceso de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la casa estaba seguro de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si existía, o poner término de una vez por todas a la suposición de su existencia”.
¿Advierte usted, señor Saramago, el absurdo en el que caen tanto el filósofo francés de hoy como el personaje de García Márquez de ayer? ¿Qué pretenden, una manifestación sensacional de Dios, una especie de trueno celeste seguido de su aparición y que serenara de una vez la atmósfera del ateísmo que necesita ver para creer? ¿Cree usted que si esto se produjera cambiaría en algo la faz del ateísmo? Si el Eterno respondiera afirmativamente la pregunta de Salomón, “¿es verdad que Dios morará sobre la tierra?”, y cumpliera los deseos del profeta Isaías, “¡Oh, si rompieses los cielos y descendieras!”, ¿el ateo dejaría de ser ateo? Si Dios bajara y tomara un barco hacia la isla de Lanzarote, donde pasa usted gran parte del tiempo, y se plantara ante su escritorio y le dijera: “Saramago, soy Dios, vengo a convencerte de que existo”, ¿dejaría usted de ser ateo? Creo que no. Pensaría que ha sido alucinación, una visión pasajera, un fantasma juguetón que se propuso gastarle una broma.
Sé que el ateo no acepta la Biblia como palabra inspirada, como revelación de Dios. Nosotros los creyentes, sí. El eterno conflicto entre la razón y la fe. Aunque para tener fe, créame usted, también es preciso razonar. Y mucho.
Pues bien: Una de las definiciones más precisas que contiene el Nuevo Testamento sobre la naturaleza de Dios es la que Jesús reveló a una mujer de Samaria: “Dios es espíritu”. No tiene forma. No es materia. Carece de cuerpo. No proyecta sombra. No puede dejar su trono para descender y llegar hasta Lanzarote, pero siga usted leyendo. Ahora es el apóstol Juan quien le dice: “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le declaró”.
Creo que el texto está claro para usted, que tanto ha hurgado en los Evangelios. A Dios no puede usted verle porque es espíritu, pero el Hijo, que vivió 33 años en cuerpo humano, lo reveló, lo dio a conocer. De aquí que dijera a los discípulos, “el que me ha visto a mí ha visto al Padre”.
Tengo claro que su fe atea no admite el razonamiento de la fe cristiana. Pero es cristiano quien le escribe. Para nosotros, para mí, Cristo es la revelación carnal de Dios Padre. El apóstol Pablo lo plantea de esta manera: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo”.
No llega a tanto mi atrevimiento como para explicar a un Premio Nobel el significado del verbo “reconciliar”. Estaría yo loco. En el lenguaje bíblico, el que mejor manejo, el sujeto de la reconciliación es Dios. Supone que estábamos distanciados de Él y al aceptar Su existencia y Su perdón pasamos a ser amigos, Hijos por la fe en Cristo mediante la conversión, que nos introduce en un mundo de alegría, paz y esperanza.
Llegado a este punto le planteo directamente, y mándeme al c. si quiere, como lo ha hecho con otros. Usted tiene ya 88 años. ¿A qué espera para reconciliarse con Dios? Aún está a tiempo. Le cito de nuevo al profeta Isaías: “Buscad a Dios mientras puede ser hallado”. Tiene usted una mente lúcida. Emprenda la búsqueda de Dios. No es tarde. Todavía puede encontrarle. Hallar a Dios es entrar en posesión de la vida eterna. Así dice Dios: “Buscadme y viviréis”. Aquí no se trata de los años que ha vivido usted ni de los que le queden por vivir, que ojalá sean muchos. Se trata de vivir eternamente, para siempre con Él. Ni fosa en la tierra, ni nicho de mármol, ni crematorio triturador de carne humana. Arriba, más arriba, más allá, en la casa del Padre.
Nuestro destino, señor Saramago, no es la tumba. El gran Víctor Hugo clamó antes de morir: “Tierra, no eres mi abismo”. Y el famoso astrónomo francés Camile Flammarión dijo ante la tumba de su amigo Maron: “Si esta tumba es el fin último de la existencia, y la última palabra de cuanto es, la creación no tiene sentido, y el universo infinito, con sus soles y sus lunas, con todos sus seres y todas sus luces y todas sus esperanzas, tendría menos sentido que la acción más pequeña del perro o de la hormiga”.
Nada más, señor Saramago.
Mis saludos respetuosos.
Juan Antonio Monroy, (“Vínculo”, Madrid, Octubre 2009)
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