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Carta a Andrés Aberasturi -1994

Le confieso, señor Aberasturi, que cuando en alguna emisora de radio le oigo a usted hablar, me quedo enganchado a su palabra hasta que pronuncia la última. Hoy le escribo para puntualizar algunos conceptos que usted vierte en su reciente libro “Dios y yo”, publicado por Planeta.
ENFOQUE AUTOR Juan Antonio Monroy 03 DE JUNIO DE 2010 22:00 h

A la conocida frase de Voltaire: “si Dios no existiera, habría que inventarlo”, tendríamos que añadir: “Para que pueda seguir proporcionando dinero y fama incluso a aquellos que niegan su existencia”.

Dice usted que lo que cuenta en este libro “no es más que el recuerdo infantil en clave de algo parecido al humor” (pág. 159). Asomándose a la ventana de un pasado que se inicia a principios de los años sesenta evoca la educación religiosa que se impartía en los colegios de aquella época y concluye que “fue un tiempo confuso, lleno de miedos y grises” (pág. 9), en el que se sintió programado “como católico en un colegio de curas” (pág. 14). De esto se queja constantemente, de haber sido programado religiosamente por quienes llama “codificadores del mensaje divino” (pág. 47), “técnicos instaladores” de Dios, “los que según el dogma serían sus representantes oficiales en este valle de lágrimas, es decir, el Papa, los teólogos, la curia en general” (pág. 13).

Tiene usted humor. En los colegios de aquella España “la religión que nos explicaron, el Dios que nos ofrecían, a mí me desengañó profundamente”, dice (pág. 48), y añade a renglón seguido: “Frente a mi conciencia de adolescente se levantaba todo un muro que me impedía comunicarme con Dios, un muro que utilizaba a Dios como coartada, que te lo escondía entre preceptos, tradiciones, intereses, servidumbres, falsedades, prohibiciones y amenazas” (pág. 49).

No sólo en usted, este era el efecto que producía en los escolares aquella enseñanza clerical nacida del triunfo de la Iglesia católica en la guerra civil y que se prolongó en nuestro país hasta bien entrados los años setenta. Los educadores católicos pretendían estructurar la enseñanza con un esquema de imposiciones y prohibiciones que surtía efectos contrarios. El bombardeo de ideas al que se sometía a los niños produjo varias generaciones de ateos y de agnósticos. Nada ni nadie ha hecho en España tantos ateos como las escuelas católicas. La generación de Valera y Galdós gritó contra un catolicismo inmisericorde. Los hombres del 98 se volvieron “eternos extranjeros al catolicismo”, la generación del 27 criticó abiertamente la religiosidad nacional. Lo mismo hicieron casi todos los escritores nacidos hacia los años 40 y 50.

Los malos recuerdos escolares que usted tiene le abocaron a la negación de las grandes verdades del Cristianismo. Para usted, Dios no es el Verbo hecho carne en Jesucristo (pág. 17). La creación es un absurdo (pág. 26). La prohibición a Adán y Eva fue “indigna de Dios” (pág. 31). El Antiguo Testamento “es la historia de un Dios imposible” (pág. 147). La parábola de los jornaleros contratados para trabajar en la viña es “un injusto contrato laboral” (pág. 149). La revelación del ángel a José “no fue un sueño, en todo caso sería una pesadilla”(pág. 151).

Y la eternidad es “un absurdo misterioso” (pág. 124). La pesadilla es la que usted tiene y el absurdo está en lo que escribe.

Absurdo es lo contrario de la razón. Misterio es todo aquello que no podemos comprender ni explicar. Si la eternidad entra en la definición del misterio, si la eternidad no puede comprenderse ni explicarse, ¿por qué es contraria a la razón? ¿A qué razón? ¿A la suya? El singular comportamiento del hombre frente a la muerte significa una iniciación a la eternidad. Desde que el hombre es hombre ha existido el deseo y el convencimiento de una vida más allá de la muerte. En contra de lo que usted cree, el sentido de eternidad es hermano gemelo de la razón. Antes de la muerte nos invade un rayo de luz que pasa del cerebro al corazón y confirma la seguridad de que existe una relación irrompible entre la inmensidad y nosotros, que está asociado a la inmortalidad, a la eternidad.

La eternidad no es una línea infinita que existe antes y después de nosotros, la eternidad es Dios y en Dios somos todos eternos.

Si usted, señor Aberasturi, creyera que la Biblia es la palabra inspirada y revelada de Dios, la eternidad no sería ni misteriosa ni absurda. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, en los salmos de David y en los escritos de San Juan, en las afirmaciones de Job y en los argumentos contundentes de San Pablo, la eternidad es una realidad sin sombras ni dudas. Para San Pablo, si la eternidad no fuera cierta, si sólo tuviéramos la vida que marcan nuestros años, seríamos dignos de conmiseración (1ª Corintios 15:19). Cuando Benavente apunta: “Hay algo divino en nuestra vida, que es verdad y eterno, y no puede acabar cuando la farsa acaba”, San Pablo responde: “Es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad…Nuestro salvador Jesucristo quitó la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio” (1ª Corintios 15:53, 2ª Timoteo 1:10).

Pero, como según se desprende de su libro usted no cree en la Biblia, he de cambiar de rumbo. La Biblia afirma en multitud de textos que la eternidad es una realidad incuestionable. El ser humano está hecho a imagen y semejanza de Dios y Dios es eterno. Pero ¿qué dice su cerebro cuando se plantea a solas estos temas? ¿No existe la eternidad? ¿Morimos y desaparecemos para siempre en el crematorio, en el nicho, en la tierra? ¿Morimos y sólo vivimos en el recuerdo de quienes aún no han muerto?

Si esto fuera así habría motivos para rendir culto divino a la razón y reescribir la Biblia con tinta de muerte, como hizo Hemingway con el Padre Nuestro. En el relato “Un lugar limpio y bien iluminado”, incluido en el libro de cuentos publicado por primera vez en 1927, Hemingway hizo su propia versión del Padre Nuestro, redactándolo desde una perspectiva puramente materialista: “Nada nuestra que estás en la nada, nada sea tu nombre, venga a nosotros tu nada y hágase tu nada así como en la nada. La nada nuestra de cada día dánosla hoy, y perdona nuestras nadas así como nosotros perdonamos a nuestras nadas. Y no nos dejes caer en la nada, más líbranos de nada; pues nada”.

La nada, señor Aberasturi. La nada negra, fría, definitiva. La nada de la tierra, la nada de la desaparición para siempre, la nada de cielo abajo, sin luz, sin esperanza, sin consuelo. Si la eternidad es un absurdo sólo nos queda la desoladora nada. Nacemos, crecemos y desaparecemos en el tiempo. Duro de admitir, ¿no cree? La nada no existe, decía Víctor Hugo. El cero no existe. Todo es algo. Nada es nada. La tumba es la eliminación de la nada. Estar muerto significa vivir en inmortalidad, estar en la eternidad. Lo que el materialista llama nada es el todo de la vida. Otra vez Víctor Hugo, el gran poeta y novelista francés del siglo XIX: “Soy un alma, y siento perfectamente en mí mismo que lo que yo volveré a la tumba no será yo. Lo que es yo irá a otra parte. ¡Tierra, no eres mi abismo!”.

Otro francés, el gran astrónomo Camille Flammarion, en su obra “La muerte y su misterio”, publicada en 1920, estampó esta certera y definitiva confesión de fe en la eternidad: “Si esta tumba es el fin último de la existencia, y la última palabra de cuanto es, la creación no tiene entonces sentido, y el universo infinito, con sus soles y sus lunas, con todos sus seres y todas sus luces y todas sus esperanzas, tendrían menos sentido que la acción más pequeña del perro o de la hormiga”.

¿Por qué la eternidad ha de ser ese “absurdo misterioso” que dice usted, señor Aberasturi? ¿Porque en su cabeza no entra el misterio? ¿Acaso lo ha estudiado? ¿Piensa en él? San Agustín decía que pensar en la eternidad es pensar en grande. La eternidad no es una simple cuestión de fe. Es también un desafío a la razón. La eternidad no es tiempo ni parte de tiempo. No es siglos ni millones de siglos. Todo queda corto para explicar su infinita duración. Para Dios es lo mismo todo el mar que una gota de agua, todo el mundo igual que un átomo de aire. Entrar en la eternidad por las puertas de la muerte es entrar en la inmensidad de Dios. Creer esto es fe, pero negarlo es atentar contra la razón.

Saludos, Juan Antonio Monroy
(Alternativa 2000, Madrid Junio 1994).
 

 


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