Títulos y méritos no le faltan. Su doctorado en Derecho lo consiguió en Madrid tranquilamente, sencillamente, sin jactancia. Con la misma tranquilidad que supo imprimir a su brillante y amplia obra literaria: Más de veinte piezas teatrales, bellísimos libros de poesía, libros de ensayo, de viajes, aquella inolvidable serie televisiva sobre “El Séneca”, personaje con “toda la gracia del mundo”, como dirían en la Andalucía de sus orígenes. Los modernos guionistas de Televisión han sido incapaces de producir algo semejante. Y sus artículos de prensa. ¿Cuántos, don José María? ¿Dos mil, tres mil a lo largo de su vida? Y su oratoria. ¡Ah, su oratoria! Donde usted hablaba se llenaban las salas. Y cuando hablaba se cortaba el silencio, se aupaban los corazones, se caía la baba.
Eso de que le tienen a usted olvidado no es del todo verdad. Valéry decía que la misión del poeta no es buscar inspiración para sí mismo, sino inspirar a sus lectores. Y millones de personas, entre las que me cuento, inspiradas por sus versos en el ancho mundo de la lengua española, no pueden olvidarle a usted. Imposible. Discriminado sí que le tienen los mezquinos historiadores de la poesía castellana. ¡Y lo que le importará a usted eso! La elegancia espiritual del gaditano pasa de definiciones, de aplausos o de olvidos.
¿Por qué, vamos a ver, hay quienes se empeñan en excluirle a usted de la Generación poética del 27? ¿Es usted menos poeta que Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Manuel Altolaguirre, Luis Cernuda, García Lorca, Jorge Guillén, Emilio Prados, Pedro Salinas o que su paisano Rafael Alberti? ¡Distinto sí que es! ¡Es claro! Todos somos distintos a todos. ¡Aviados estaríamos si los autores escribiéramos todos igual, anduviéramos con el mismo contoneo de caderas y usáramos idénticos cristales para ver la vida! Si Alberti, de ahí al lado, de ese Puerto de Santa María por donde Cádiz se prolonga es propagador de eso que llaman materialismo dialéctico y a usted le da la gana de expresarse en un espiritualismo católico de por libre, ¿qué mal hay? ¡Allá cada cual con sus sentimientos y con sus ideas! La poesía no es de izquierda ni de derecha, ni católica ni marxista. Decía Mollarme que la poesía no se hace con ideas. Y menos con ideas políticas. Entonces ya no es poesía. Es panfleto en verso. Y no sé por qué me viene a la mente el nombre de Arrabal.
Aún no le he dicho por qué le escribo esta carta. Disculpe. El pasado 19 de mayo el rey de España le impuso a usted la insignia de la orden del Toisón de Oro, la condecoración de mayor prestigio en el mundo. Se la concedieron “por los servicios prestados durante muchos años a don Juan de Borbón y por la lealtad que ha tenido a la institución monárquica”.
Leí mucho papel sobre este acto. Periódicos y revistas se ocuparon de usted y le hicieron preguntas. Puede que no lo recuerde, pero en todas sus contestaciones destacaba una frase: Que aquello no le emocionaba, que ya tiene usted muchos años y pasa de emociones. Fueron palabras, claro; porque en las fotografías del acto que pude ver aparecía usted visiblemente emocionado. Naturalmente emocionado. ¡Humanamente emocionado, don José María!
Y de esto quería yo hablarle, de la emoción. No podré, porque esta sección sólo dispone de una página y la estoy consumiendo ya. ¡Lástima! Pero aún me queda tiempo para decirle que mi primera emoción teatral y religiosa me la proporcionó usted: Tenía yo nueve años cuando asistí a una representación de “El Divino Impaciente”, la obra que le lanzó a la fama como autor teatral. Y creo que en aquel patio de butacas sentí mi primer contacto serio con lo divino. También me he emocionado y hecho emocionar a centenares de personas recitando su bellísimo y profundo poema “Romance del Hijo”. ¡Yo he puesto mi eternidad en un capullo tan tierno…!” De memoria me lo sé, señor Pemán.
No, don José María; la emoción no tiene edad. Se emocionan los niños entre campos de amapolas y espumas de playas tranquilas; se emocionan los adultos ante el amor arraigado y los besos sin engaños; se emocionan los ancianos junto al fuego compañero, descargando sus años cansados en el hombre amigo, en el brazo familiar. Tolstoi decía que cuando uno se emociona llega a creerse el eje del universo. Verdad. Y son más bellas esas emociones que vivimos en común cada día, esos lazos misteriosos que nos atan con sensibilidad acorde a otros corazones, a otras almas, a otras emociones.
Y con algo de emoción también, don José María, me despido y le saludo.
Juan Antonio Monroy
(“RESTAURACIÓN”, Madrid, septiembre 1981)
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