Le confieso que la pintura no es mi fuerte. Tengo de ella las nociones propias de todo literato inquieto, pero no la cultivo al mismo nivel que la literatura. Sé que nació usted en Granada en 1927, que ha expuesto en distintos países, que hace cinco años el Museo de Arte moderno de París hizo una exposición retrospectiva de su obra y que ahora, en estos meses, esa misma retrospectiva, que abarca desde 1956 a 1981, ha sido inaugurada en las salas que tiene el Patrimonio Artístico español junto a la Biblioteca Nacional, en Madrid.
Estos datos breves, como lo es toda mi carta, bastan para introducirle ante los lectores de la revista.
Un importante capítulo de la entrevista que le hizo Garmat está dedicado al tema religioso en su pintura. Dice usted algo que no es nuevo en los grandes pintores, pero que es muy bonito: “Reconozco que mi pintura pueda parecer religiosa: no puedo prescindir de Dios”. Esto me recuerda a Dámaso Alonso, el genial poeta madrileño cuando dijo que la poesía, si no se ocupa del tema Dios, no es auténtica poesía.
En realidad, señor Rivera, los grandes maestros de la pintura universal fueron creyentes, algunos de ellos profundamente creyentes. La fe inspiró y condicionó su trabajo en gran medida y supieron proyectar el sentimiento religioso en las imágenes que salían de sus pinceles. Ahí están las biografías de Rafael, Miguel Ángel, el Greco, Velázquez, Leonardo, Van Gogh, Durero, Doré, Rubens y centenares más que cubrieron épocas gloriosas de la pintura en tiempos en los que la civilización cristiana, como afirmó André Malraux en 1968, se desenvolvían en el interior del hombre, ligada al sentimiento y a la fe, en tanto que hoy se desenvuelve en el vacío.
Según confesión propia, usted se halla a mitad de camino entre los extremos marcados por Malraux. No vive en el vacío de fe, pero tampoco milita en plenitud de creencia. Dice usted al periodista que no puede prescindir de Dios, pero al propio tiempo es “un hombre lleno de miedos, lleno de angustias y posiblemente esos miedos y esas angustias no me los provoca solamente la sociedad…”.
Pues no, señor Rivera; yo creo que no. Los miedos y las angustias del alma no nos llegan del exterior, aunque lo culpemos y lo pongamos como pretexto, sino de nuestra inseguridad interior, de concebir la existencia de Dios como una hipótesis posible y no como una realidad esencial, virtual, indestructible e indispensable. Le ocurre a usted un poco lo que al Calígula de Camus: “Este mundo, tal como está hecho, es insoportable. Por eso tengo necesidad de la luna o de la dicha, de la inmortalidad, de algo que sea demente quizá, pero que no sea de este mundo”.
La pintura de sus cuadros y tal vez los gritos mudos de su propia alma reflejan la necesidad de luna y de dicha que tiene usted; que no encuentra en el mundo de acá abajo, que intuye en otro mundo fuera de éste; pero es incapaz de dar el salto definitivo y anclar ambos pies en una sola tierra, con firmeza, sin vacilaciones. De ahí su falta de felicidad, que confiesa usted a Luis Garmat con estas palabras: “Hay momentos en que siento una gran angustia, que no sé de dónde viene, intento agarrarme a algo…Siempre he envidiado profundamente a mi padre, que murió el año pasado. He envidiado la gran fe que tenía… Si yo pudiera tener esa fe, podríamos hablar en algún momento de eso que se llama felicidad”.
Hace usted bien en creer que sin fe no es posible la felicidad. Pero la fe sí es posible. No siga con sus intentos de agarrarse a “algo”. Agárrese a alguien, agárrese al Cristo sencillo y a la vez poderoso de los Evangelios. Así de fácil. Y comprobará por usted mismo los resultados.
Saludos,
(RESTAURACIÓN, Madrid mayo 1981).
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