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Atacan fieles y templos evangélicos

La España que he vivido (XV)

Quiero recordar que el Concilio Vaticano II inició sus sesiones en octubre 1962 y las concluyó en diciembre 1965. Juan XXIII quedó fijado como el papa del ecumenismo. Todo mentira. Lo que Juan XXIII pretendía era que los protestantes fuéramos al Vaticano de rodillas y ante la silla papal pidiéramos perdón por la Reforma del siglo XVI.
ENFOQUE AUTOR Juan Antonio Monroy 18 DE JUNIO DE 2009 22:00 h

Ya en la encíclica “Ad Petri Cathedram”, fechada el 29 de junio 1959, Juan XXIII escribió: “Este maravilloso espectáculo de unidad que distingue a la Iglesia católica y que es un ejemplo luminoso para todos, quiera Dios que conmueva de una manera provechosa vuestros espíritus, para que pronto dejemos de llamaros hermanos separados, separados de esta Sede Apostólica”.

¿Se ha leído bien? El papa no nos invitaba volver al siglo I, donde todos podríamos encontrarnos en Cristo, sino al XVI, para reparar los males que, en versión católica, causó Lutero.

Al menos, Juan XXIII nos ofrecía un palacio en Roma, mientras que los obispos españoles deseaban para nosotros poco menos que la horca. Por aquellos tiempos, febrero 1961, el obispo de Madrid- Alcalá publicó en la revista ECCLESIA una carta pastoral. Refiriéndose a los protestantes españoles decía que no obstante el movimiento ecuménico “se les debía tratar sin ninguna consideración humana siempre que tratasen de esparcir errores y herejías porque –añadía el señor obispo- después de todo, el verdadero ecumenismo significa el retorno a la Iglesia de Roma”.

Ahí quedaba eso. Si el señor obispo daba tales órdenes, los curas se consideraban autorizados para encender el fuego. ¡Muerte a los protestantes!

En 1967, pocos meses antes de que las Cortes de Franco promulgaran la primera Ley de libertad religiosa, fui protagonista de un incidente que parecía calcado del que tuvo lugar en Arcila y que motivó mi expulsión del protectorado español de Marruecos. Me encontraba en la calle Bravo Murillo, cerca de Cuatro Caminos, en Madrid. Distribuía a los transeúntes folletos que anunciaban la próxima apertura de un local de cultos para la Iglesia de Cristo en la calle Teruel. Cerca de mi pasó un fraile con hábito de franciscano. Con amabilidad le entregué un folleto. Debió conocerme, porque enfurecido arrojó el folleto al suelo al tiempo que murmuraba:
-“Si pudiera te quemaría, Monroy”.
-“Lo sé –respondí tranquilo-. Pero los años de la Inquisición han pasado”.
-“Ojalá volvieran” –musitó mientras se alejaba.

En su fuero interno lamentaba que la Inquisición sólo durara ocho siglos, del XI al XIX. Aquél fraile no me atacó a mí físicamente, pero otros protestantes españoles sí sufrieron heridas en sus cuerpos como consecuencia de denuncias de quienes pretendían ostentar una delegación de Dios, apta para castigar al hereje.

Una muestra de lo que acabo de escribir nos lleva a Linares, en la provincia de Jaén. Aquí existe una iglesia evangélica desde los tiempos de la República. Un miércoles por la noche se presentó en el local un grupo de jóvenes pertenecientes a Acción Católica. La emprendieron a estacazos y puñetazos contra el pastor y los fieles que en aquellos momentos se encontraban en el local. Uno de los asaltantes empuñaba una pistola. Acción toda ella digna del inquisidor italiano Giovanni Caraffa, sobrino del papa Paulo IV, quien dijo en sus tiempos: “En cuanto haya el más ligero indicio o sospecha de herejía, hay que apresurarse a obrar empleando el hierro y el fuego para extirpar esa peste, y es, sobre todo, preciso guardarse de mostrar la menor tolerancia hacia los protestantes”.

Protestantes eran también el pastor Juan Izaguirre y dos miembros de la Iglesia en Granada, Joaquín Gil y Ermo Senadeni. En febrero 1967 fueron amenazados con piedras envueltas en papel con la inscripción Ave María. Estas piedras las arrojaron al interior del local de cultos y colocadas en el automóvil del pastor, en el de Joaquín Gil y en el comercio de Ermo Senadeni. El Nacionalcatolicismo continuaba ejerciendo en esa fecha un doble despotismo, religioso y político, que destruía el principio de la vida al destruir la libertad.

Los ataques con piedras a templos protestantes continuaron hasta días antes de que las Cortes de Franco aprobaran la primera Ley de libertad religiosa. El 21 de junio 1967 un grupo de católicos, fanatizados en su ceguera, la emprendió a pedradas contra el templo de la iglesia en calle Supervía, de Zaragoza. Las piedras causaron graves desperfectos, rompiendo puertas y cristales.

¿Así, a pedradas, se quería practicar el ecumenismo tan cacareado por el Concilio Vaticano II? ¿A pedradas se quiere silenciar la verdad cristiana? ¿A pedradas se pretende matar las convicciones íntimas? Teniendo ojos no ven.

Cuando todo esto escribo recibo carta de Elena Acevedo. Tiene 105 años. Reside en Taboada, Orense. Viuda. Estuvo casada con un valiente líder del protestantismo gallego, Abdón González. Me cuenta que a punto de dar a luz su segundo hijo, varios jóvenes católicos, incitados por el cura del pueblo, colocaron una carga de dinamita en los muros de la vivienda que la familia ocupaba en Quintá. Quiso Dios que la dinamita no estuviera puesta correctamente y sólo quedó en susto lo que pudo haber sido una tragedia.

El brazo armado del nacionalcatolicismo llegaba también a las colonias que a España le quedaban en África.

En diciembre 1962 publiqué en el periódico LA VERDAD, que entonces dirigía en Tánger, la carta de un pastor protestante de Río Muni, en Guinea. Me rogaba que no imprimiera su nombre, pero en una nota personal se comprometía a ofrecer todos los datos a quienes lo quisieran. Este hombre contaba que un sacerdote católico llegado a aquellas tierras se dedicaba a perseguir, insultar, violentar a los protestantes, ordenándoles aceptar el bautismo católico. “En una ocasión –decía mi comunicante- penetró en el hogar de un joven creyente insistiéndole que se convirtiera al catolicismo. Como nuestro hermano se negara, le golpeó varias veces en la cabeza y en el cuerpo con un palo que llevaba en la mano”.

Al dar cuenta de la noticia añadía yo: “La sangre me hierve de tal forma que mis manos tiemblan al pulsar las teclas de la máquina. Si no conociera al pastor que me escribe y estuviera convencido de su honradez, dudaría del hecho brutal que describe”.

No fue el único en aquellas tierras. En septiembre 1967, cuando dirigía en Madrid la revista RESTAURACIÓN, fundada un año antes, recibí otra carta de Río Muni. La firmaba el pastor Juan Esono Mangué. Contaba que el sacerdote español Antonio Barrio convenció a un grupo de jóvenes para que destruyeran la capilla protestante en el poblado de Gongom. Cuando el humilde edificio quedó demolido reunió al grupo y les dijo: “
-“Amados hermanos, quiero que firméis que vosotros habéis destruido la capilla”.
Uno de ellos respondió:
-“No, padre; la culpa es de usted; usted sabe que no hemos destruido esta capilla por nuestra voluntad, sino porque usted nos ha obligado”-
En un tono de contrariedad e impaciencia el misionero católico replicó:
-“Es igual, no temáis, nada os va a pasar; ya sabéis que todas las autoridades nuestras son católicas”.

Como siempre, desde los tiempos de Constantino. La Iglesia buscando la protección y la complicidad del poder civil. Con Franco, obispos y curas se consideraban omnipotentes. La obsesión de entonces era la defensa de la ortodoxia religiosa; al heterodoxo, estuviera en Madrid o en Río Muni, había que acorralarlo, perseguirlo y, de poder ser, exterminarlo.


Artículos anteriores de esta serie:
 1Serie autobiográfica: mi conversión 
 2Un cristiano en Marruecos 
 3Fui soldado en la España de Franco 
 4Mi jura a la bandera 
 5Mis dos capellanes castrenses 
 6Otros incidentes en el cuartel 
 7Y Franco encarceló soldados evangélicos 
 8Me quemaron en efigie 
 9Mi matrimonio civil 
 10Curas contra las bodas evangélicas 
 11A vueltas con los nombres del santoral 
 12Encarcelamiento en Algeciras 
 13Más evangélicos en cárceles de Franco 
 14Mujeres evangélicas en prisión por su fe 
 

 


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