¿Doy cifras de las muertes y encarcelamientos que llevó a cabo la Inquisición para quitar de en medio a los herejes que molestaban? Las tengo, y las más auténticas, aportadas por quien fuera secretario de la Inquisición en Madrid, José Antonio Llorente, en su monumental obra HISTORIA CRÍTICA DE LA INQUISICIÓN EN ESPAÑA (la edición que yo poseo es de 1876).
Podría ocuparme de aquella época y de aquél tribunal oscuro, pero ¿para qué ir tan lejos si dispongo de datos recientes? Cincuenta años no es nada y la Iglesia católica siempre es igual a sí misma. Gonzalo Puente Ojea recuerda que cuando se habla en medios católicos de la conducta histórica de
la Iglesia en materia de dominio y de intolerancia surge inmediatamente una fácil objeción, sus crueles prácticas contra la libertad y los derechos humanos son asuntos del pasado.
Este argumento no vale aquí. Porque
idéntico fue el comportamiento de la Iglesia católica respecto a los protestantes desde que ganó la guerra incivil de 1936-1939 hasta avanzados los años 60. Protestantes fueron encarcelados en numerosas ciudades de España. Lo fueron por las autoridades del régimen, si, pero detrás de cada encarcelamiento estaba la denuncia del clero católico. En el caso de Cristo, Caifás dictó sentencia y Pilato ejecutó. En el caso de los protestantes que vivimos aquella España, el Caifás de turno, la jerarquía, dictaba sentencia y el poder político, como Pilato, ejecutaba.
Lamenté en un artículo anterior la falta de un estudio profundo y serio sobre los protestantes encarcelados por Franco a instancias del clero católico. La narración de estos hechos llenaría muchas páginas de un libro. Aquí me limito a señalar varios casos; algunos de ellos los viví directamente.
José María Martínez recuerda
el encarcelamiento de Benjamín Santacana. Este líder protestante fue arrestado por la Guardia Civil en enero de 1943 cuando celebraba un culto en su propia casa. El grupo de los reunidos era pequeño. Cada uno de los participantes fueron multados con 50 pesetas. Santacana estuvo un mes encarcelado.
El 2 de junio de 1962 recibo una carta del pastor José Martínez, de Sevilla, en la que me pedía que publicara esta noticia: “Fuimos a Algaba y celebramos una reunión en casa de una creyente convertida en Sevilla. Asistieron unas 40 personas. El cura y las autoridades del pueblo intervinieron y la dueña de la casa fue encarcelada, además de tener que pagar una multa de 1.000 pesetas. Los demás presentes en la reunión fueron convocados al cuartel de la Guardia Civil (siempre la Guardia Civil respaldando al cura) y se les impuso una multa de 500 pesetas a cada uno. Al día siguiente sacaron en procesión por las calles del pueblo una imagen de la Virgen en plan de desagravio”. El pueblo cantaría la letrilla inventada por el clero rural para estos casos: “Fuera, fuera protestantes, fuera, fuera de la nación, que queremos ser amantes del sagrado corazón”. A mí me cantaban esta coplilla los niños que, obedeciendo órdenes del cura, me perseguían por los senderos de Florida Alta, en la Orotava, cuando era predicador de la Iglesia en aquella villa.
Antes de seguir adelante en la redacción de estas vivencias he de aclarar una cuestión que tal vez llegue a intrigar al lector: Mi presencia en distintas ciudades de España cuando mi residencia oficial estaba por entonces en Tánger.
Lo explico. Dos pastores catalanes,
Zacarías Carles y
Samuel Vila fundaron en 1943 una entidad evangelística a la que llamaron Misión Cristiana Española. Samuel Vila representaba a la Misión en España y Zacarías Carles dirigía dos oficinas en Estados Unidos, California y Michigan, y una tercera en Toronto, Canadá. El objetivo de estas oficinas era recaudar fondos que luego se enviaban a España para establecimiento de iglesias, sueldos de pastores y compras de locales y otros menesteres.
En 1955 Carles y Vila rompieron relaciones. Parte de las Iglesias fundadas por la misión Cristiana Española decidieron unirse en la constitución de una Federación de Iglesias Evangélicas Independientes de España, liderada por un gran hombre de Dios y amigo de los hombres, José María Martínez. Otras permanecieron en la Misión.
En 1956 Zacarías Carles viajó a España con la intención de buscar un nuevo director. En sus recorridos por la península le hablaron de un joven “que prometía”, nacido en Marruecos y residente en Tánger. Carles se plantó en la ciudad moruna, donde permaneció unos diez días. Me presentó sus proyectos y sus intenciones y en septiembre de 1956 quedé nombrado nuevo director de la Misión Cristiana Española en sustitución de Samuel Vila.
La nueva responsabilidad me obligaba a viajar para mantener contactos con las iglesias integradas en la misión y atender sus necesidades. Así obtenía información directa de los atropellos contra los protestantes y en algunos casos los vivía en carne propia.
Retomo la idea inicial de este artículo y prosigo con los encarcelamientos de protestantes. Me ocupo ahora de un caso en Melilla, del que fue víctima el pastor Alfonso López.
Ya me referí a Melilla cuando escribí sobre el encarcelamiento del soldado
Jenaro Redero. Aquí amplío datos para aquellos que no estén familiarizados con la historia de la ciudad. Y volveré a Melilla en próximos artículos.
Melilla es una preciosa ciudad blanca enclavada en territorio de Marruecos, en el norte de África, frente a las costas de Málaga. Siete siglos antes de que Jesús viniera del otro mundo a éste, los cartagineses y los fenicios construyeron en el territorio importantes factorías. Durante el reinado de los reyes católicos España se apoderó (¿usurpó?) de Melilla. Por un tratado firmado entre España y Marruecos en 1859, las autoridades españolas han venido manteniendo la tesis de que Melilla es España, aun cuando sus 12,33 kilómetros cuadrados –una insignificancia- están en suelo africano.
En Melilla no hubo cristianos evangélicos hasta 1928, con la llegada de
Alfonso López. Este hombre, un ángel vestido de carne, nació en Alcantarilla de Murcia el 13 de abril de 1895. A los ocho años de edad fue llevado por sus padres a Melilla. Allí creció. Al cumplir los 25 años contrajo matrimonio y decidió trasladarse a Madrid en busca de trabajo. Su situación económica no mejoró, pero aquí fue convertido al Evangelio de Cristo y bautizado en las aguas del río Manzanares el 13 de febrero de 1925, una mañana de mucho frío.
López regresó a Melilla en 1928, montó una barbería, como entonces se llamaban las peluquerías, e inició una callada pero efectiva labor de evangelización.
Yo fui por primera vez a Melilla en diciembre de 1956 para ayudar al pequeño grupo de cristianos que se reunía en casas particulares y hasta ahora continúo vinculado con la Iglesia en la ciudad hispano-marroquí. Alfonso López falleció en Málaga el 6 de abril de 1983, a los 88 años cumplidos. Nunca le faltó un hogar cristiano ni nuestro apoyo económico.
Después de la guerra incivil española los comisarios de policía más duros, los alcaldes más intolerantes y los curas más fanáticos y sectarios se dieron cita en Melilla. La historia vivida por los evangélicos de Melilla entre 1936 y 1966, año más o menos, está marcada por las persecuciones, los encarcelamientos, los allanamientos de morada, los insultos, las discriminaciones de los niños en los colegios, las multas y, de forma indirecta, hasta la muerte.
Yo sufrí parte de esa historia.
En julio de 1957 fui llamado para llevar a cabo una semana de reuniones evangelísticas en Melilla. Nada ocurrió durante aquella semana. No querían conflictos con un periodista que residía en Tánger. Pero tres días después de mi regreso fui llamado urgentemente. Alfonso López había sido arrastrado hasta la comisaría de policía. Tomé de nuevo el avión y me presenté en Melilla. Investigué, pregunté, rogué, amenacé, de nada sirvió. Como responsable de la Iglesia Alfonso López fue condenado a una multa de 3.000 pesetas, 500 por cada reunión en la que yo había predicado, y encarcelado durante 15 días.
Un jueves por la mañana acudimos un grupo de nosotros con la intención de animarle en su injusto encierro.
Miguel Quesada, Rafael Reygaza, Joaquín López y otros cuyos nombres no recuerdo nos apiñamos a la entrada de la prisión. No consintieron que viéramos a Alfonso. La puerta del despacho del director estaba abierta. A través de ella escuchamos la conversación que éste sostenía con el capellán de la cárcel. El cura pintaba al director su particular versión de los protestantes. Tantas y tan burdas patrañas salían de la boca del cura y se alojaban en el cerebro del funcionario, que, todo lo fuerte que me permitió mi garganta, grité desde el otro lado de la puerta: “Todo eso es mentira. Déjeme entrar”.
El director salió, me hizo pasar, hablamos sin discutir, suavizó el encarcelamiento de Alfonso López y el cura me pidió que le hiciera llegar unos libros sobre protestantismo a fin de conocernos mejor. Varios jóvenes fueron a su casa un atardecer, ya anochecido, con los libros prometidos, y lo que vieron y oyeron en la casa del cura, acompañado de algunas féminas de la parroquia, vale más no escribirlo. Que hablen aquellos jóvenes, algunos todavía viven.
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