El filósofo catalán Eugenio Frías, que suele ocuparse de estos temas tiene la impresión de que el pensamiento occidental, sustentado por los principios del Cristianismo, está cansado y si quiere revitalizarse tiene que abrirse a un diálogo religioso con el Oriente.
Se equivoca. Se equivoca el señor Frías.
El mal de nuestra época consiste en haber vuelto la espalda al espiritualismo para abrazar el culto a la materia. En esta inversión de valores, las religiones nacidas de la raíz cristiana son cómplices y culpables en un alto grado. De aquí que hoy no pueda hablarse de reforma dentro del Cristianismo. Estos no son tiempos de reformas. Se impone un cambio radical de doctrina, de conceptos, de dogmas, de estructura, de culto, de aproximación a la sociedad. Una vuelta total y definitiva al Cristianismo de los cuatro Evangelios, al puro Cristianismo de Cristo.
El Cristianismo actual es un bastardo que ha usurpado la herencia del hijo legítimo y todavía la ocupa. En él hay muy poco de la espiritualidad de Cristo. Tal como afirmaba el historiador francés Laurent a mediados del siglo pasado, toda la envoltura simbólica del Cristianismo actual parece tomada del Judaísmo. Reglas escritas y legalistas, impuestas por católicos, protestantes, anglicanos, ortodoxos y demás sectores cristianos, han ocupado el principio interior del espíritu.
En el Cristianismo de hoy todo ha llegado a ser externo. Se ha perdido la vivencia íntima.
Y puesto que es incapaz de satisfacer las necesidades del hombre moderno, las maldice como una inspiración del demonio. Sí, bendito demonio. Bendito y socorrido demonio, a cuyas espaldas echamos todas nuestras frustraciones, todos nuestros fracasos.
En lugar de abrirse a las exigencias de los tiempos que vivimos, en nuestro país las iglesias evangélicas se están encerrando en su propio caparazón. Viven hacia dentro. En tiempos de intolerancia practicaban la fraternidad, se buscaban y se amaban. Ahora, en tiempos de libertad, se aborrecen, se excomulgan mutuamente. Se han vuelto exclusivistas e intolerantes.
¿Dónde vamos con este Cristianismo excluyente, fanático, monopolizador de la conciencia?
Si la persona no es miembro de
mi Iglesia, no puede salvarse. Fuera de mi Iglesia no es nada, es menos que nada, está sin esperanza, condenado a sufrir el castigo del infierno eterno.
Por fortuna, el Cristianismo de Cristo no es así. Jesús no predicó dogma alguno. Sus primeros discípulos no tuvieron doctrinas fijas, ni siquiera sobre lo que nosotros llamamos puntos fundamentales. Hubo un Cristianismo antes de que hubiera dogma. Esto prueba que el Cristianismo de Cristo puede vivir sin dogmas.
Cristo se limitó a poner al hombre en relación directa con el Padre, conservando su condición de mediador sobrenatural, mediador único. Dio a los hombres un nuevo ideal, los hizo libres, con esa poderosa fuerza de la libertad interior.
No. Occidente no necesita una nueva religión. De lo que estamos necesitados todos es de desandar el camino y volver a las sendas antiguas, las primitivas, las que nos llevan hasta el monte de las bienaventuranzas.
El Cristianismo no está agotado. Los hombres buscan una forma de Cristianismo que no doblegue la razón bajo el peso de la autoridad. Una forma de Cristianismo que comprenda sus sentimientos y sus necesidades; que dé satisfacción a las aspiraciones y a las esperanzas. Un Cristianismo que se preste a un desarrollo infinito, que no tenga creencias irrevocables que oponer al progreso.
El mundo no necesita una religión nueva. Cristo continúa siendo irreemplazable. La estrella que apareció en Belén y que regocijó al mundo con su ráfaga de luz no ha palidecido todavía. En las relaciones entre el hombre y Dios, Jesucristo continúa siendo único. El dogma se agota. La fe se extingue. Los sistemas religiosos desaparecen. Pero el Hijo de Dios sostiene nuestra vida en las palmas de Sus manos. Solos frente a Él, con Él, en la montaña y en el lago, en la tormenta y en el reposo, en la transfiguración y en la cruz, en la tierra y en la eternidad del cielo…
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