Lo ha afirmado de forma tajante, rotunda, sin dejar lugar alguno a la duda: “El infierno del que se habla poco en este tiempo existe y es eterno”, ha dicho.
La tradición católica ha venido sosteniendo la existencia del infierno desde los primeros siglos del Cristianismo. Con todo, los llamados padres de la Iglesia no siempre estuvieron de acuerdo en tan candente tema. Orígenes, aclamado por unos como lumbrera de la Iglesia y tenido por otros como padre de todas las herejías, a principios del siglo tercero se inclinaba por la teoría universalista. Sostenía que la salvación sería universal. Cuando los pecadores hubieran terminado de pagar sus culpas, entonces la bondad de Dios, por mediación de Jesucristo, conduciría a toda criatura a la felicidad eterna.
Ni caso. En el debate católico sobre el infierno ganaron los defensores del castigo. El rancio artículo del Espasa, en el tomo 28, afirma que “con todo derecho ha podido la Iglesia definir el dogma del infierno y de su eternidad como dogma que hay que creer para poder salvarse. Ello se halla en la llamada Fides Damasi, en el símbolo de San Atanasio, en el Concilio Later. IV”.
A lo largo de toda la Edad Media la creencia en el infierno era generalizada entre los teólogos católicos. Como dogma de fe, se aceptaba sin discusión. En el siglo XIII, Tomás de Aquino se oponía a los padres de la Iglesia que interpretaban el fuego del infierno en sentido metafórico y establecía lo contrario: El fuego del infierno es real y no metafórico.
A Juan Pablo II, el Papa anterior, le asaltaron las dudas. A tal punto que se atrevió a corregir a fondo y en la dirección contraria el concepto tradicional del catolicismo sobre el infierno. El cielo, dijo entonces el Papa polaco, “no es un lugar físico entre las nubes. El infierno tampoco es un lugar, sino la situación de quien se aparta de Dios”. El 28 de julio de 1999, en el curso de una audiencia, Juan Pablo II declaró: “Las imágenes de la Biblia deben ser rectamente interpretadas. Más que un lugar, el infierno es una situación de quien se aparta del modo libre y definitivo de Dios”.
Poco le faltó para decir, como Juan Pablo Sartre, “el infierno son los otros”. Especialistas en temas del Vaticano dijeron entonces que Juan Pablo II quiso prescindir del infierno para cumplir con el Concilio Vaticano II en el sentido de “aggiornamento”, acercar la Iglesia a los tiempos que corren y teniendo en cuenta que el 60 por ciento de los católicos italianos afirman creer en Jesucristo, pero no en el infierno.
Ahora, Benedicto XVI ha enmendado la plana a Juan Pablo II. Donde éste dijo no, él dice sí. Si los papas no se ponen de acuerdo, ¿qué caminos han de seguir los fieles? ¿Será cuestión de actualizar al profeta Isaías y advertir con él:
“Pueblo mío, los que te guían te engañan, y tuercen el curso de tus caminos” (Isaías 3:12)?.
La tesis de que el infierno existe y es eterno la expuso Benedicto XVI el pasado 13 de marzo en una “Exhortación Pastoral” en la que llevaba trabajando año y medio.
El pasado 20 de abril el Papa cerró definitivamente el limbo, tal como expuse en mi artículo de la semana pasada. El limbo ya no existe.
Poco antes había abierto el infierno. El infierno sí existe, dijo. Tiene pendiente el Purgatorio. ¿Cuándo se decidirá a cerrarlo, como cerró el limbo? No lo veo fácil. Hay mucho dinero por medio. El dinero de las misas. El dinero que pagan los incautos para que sus muertos llegados al purgatorio sean traspasados cuanto antes al cielo. Cantidades fabulosas de dinero en todo el orbe católico.
El periodista Juan G. Bedoya interpreta que la decisión de Benedicto XVI de poner sobre la mesa, sin matices, la idea del infierno eterno, indica su vuelta al pasado. También ha autorizado las misas en latín. El novelista francés de origen yanqui, Julien Green, diría al Papa: “Incluso descendiendo al infierno el brazo de Dios es suficientemente largo para alcanzarme allí”. Amén. Así sea.
Si quieres comentar o