A principios de los años 60 la Comisión de Defensa, como representativa de los evangélicos españoles, y destacados líderes protestantes que lo hicieron por cuenta propia, iniciaron una campaña a nivel internacional para dar a conocer la situación de indefensión en la que se encontraban las comunidades evangélicas y reclamar un estatuto de libertad religiosa que superara el raquítico y caduco Fuero de los Españoles. Las embajadas recibían informes y recogían quejas que trasladaban a los gobiernos de sus respectivos países.
Por aquellos años ostentaba la cartera de Asuntos Exteriores
Fernando María Castiella, un vasco grandón, sanote, católico sincero. Entre 1951 y 1957 fue embajador ante el Vaticano. Castiella era quien recibía las protestas y la desaprobación de los gobiernos preocupados por la situación de los protestantes españoles cuando viajaba al exterior en el ejercicio de sus funciones. Por otro lado, hombre íntegro, Castiella entendió la intolerancia hacia los protestantes que se practicaba en España, hizo de la libertad religiosa un asunto personal y se comprometió a impulsar la promulgación de un Estatuto que garantizara los derechos del pueblo evangélico.
La primera noticia que tuvieron los protestantes de este Estatuto la proporcionó el embajador de España en Estados Unidos, Antonio Garrigues. El 27 de julio de 1962 Garrigues dio una conferencia en el Club Nacional de Prensa en Washington. Allí estuvieron 250 periodistas que representaban a las más acreditadas agencias y periódicos de España y Estados Unidos. Cuando un periodista norteamericano preguntó al embajador qué pasaba con la libertad religiosa en España, Garrigues respondió: “Yo creo en la libertad religiosa. Yo soy católico, pero reconozco que en España hemos cometido un error contra los Protestantes. No obstante, puedo asegurarle que estamos tratando de remediar esta situación y de dar a los protestantes españoles los estatutos que desean”.
Esta era exactamente la línea Castiella.
Las promesas del embajador español tardaron cinco años en cumplirse.
La jerarquía católica, alarmada, bloqueó hasta donde pudo el proceso. Obispos y sacerdotes declararon públicamente que si en España se promulgaba una Ley de libertad religiosa la unidad del país se quebrantaría y el catolicismo entraría en un proceso de desintegración.
El jesuita
José Álvarez, en un libro de aquellos días titulado EL VOTO DE LA HISTORIA Y DE LA BIBLIA SOBRE LA LIBERTAD RELIGIOSA, afirmaba que con la libertad religiosa los protestantes minarían el terreno a la verdadera fe y hundirían a España. Juan Arias, por entonces sacerdote católico conservador y ahora casado y corresponsal del diario EL PAÍS en Brasil, contaba en el periódico PUEBLO (16-3-66) que le había escrito un ingeniero llamado Emilio Ramírez contándole que “si en España les abrimos las puertas, ¿a dónde iremos a parar? Vendrían los protestantes cargados de dólares y los pobres se dejarían sobornar”. Más derrotista, catastrofista y pájaro de mal agüero se mostró el obispo de Canarias, Antonio Pildain y Zapiain en la carta pastoral dada a conocer en sus iglesias de las islas Canarias en abril de 1964. Decía el heredero de Torquemada que “el proyectado reglamento sería gravemente nocivo para el catolicismo en España y habría de dar origen, entre nosotros, a una espantosa guerra civil espiritual”.
Estas citas reflejan cuál era el pensamiento y la actitud de la jerarquía católica ante una posible Ley de libertad religiosa que favoreciera las actividades de los protestantes.
Con todo, el Estatuto continúo abriéndose camino en la clase política. Castiella logró encender una potente bombilla en el cerebro de Franco. En un discurso pronunciado el 31 de diciembre de 1964, calificado por la prensa extranjera como el más liberal de los últimos 25 años, el jefe del Estado dijo: “No deben los españoles abrigar ninguna duda ni recelo con respecto al ejercicio de una libertad de conciencia que siempre hemos practicado y que sólo deseamos que se perfeccione”.
El anteproyecto de Ley fue sometido a examen en el Consejo de Ministros celebrado el 10 de febrero de 1967. En una nueva reunión del Gabinete el 24 del mismo mes fue aprobado. El texto se remitió a las Cortes. La comisión nombrada para su estudio recibió 239 enmiendas al texto. Cuando se iniciaron los debates definitivos en el pleno de las Cortes, Marcelino Olaechea, arzobispo de Valencia, abandonó la sala en señal de protesta. Otras dos jerarquías católicas presentes en las Cortes votaron en contra. Los debates continuaron. Finalmente, el texto de la Ley compuesta de 44 artículos, dos disposiciones finales y una disposición transitoria, fue aprobado en las Cortes Españolas el 26 de junio de 1967 con nueve votos en contra.
Luego llegaría la segunda parte. La Ley, que concedía a los evangélicos españoles mucho más de lo que pedía la comisión de Defensa al jefe del Estado en carta del 8 de junio de 1956, fue rechazada imprudentemente por algunos representantes denominacionales. Esto dio lugar a la división del protestantismo español y al descrédito de la comisión de Defensa. Pero a los inconscientes y a los locos también los creó Dios. Años más tarde los que al principio se opusieron a la Ley acabarían aceptándola y volviendo arrepentidos a ocupar sus puestos en la Comisión de Defensa. Vivir para ver, que dijo el sabio.
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