La situación asfixiante en la que vivían los protestantes españoles empezó a preocupar a algunos gobiernos extranjeros, principalmente en Inglaterra, países escandinavos y Estados Unidos.
Consciente el Gobierno de Franco de la magnitud del problema y de la alarma internacional que estaba provocando, decidió ofrecer una mínima cobertura legal. El 17 de julio de 1945 promulgó
El Fuero de los Españoles, una de las siete leyes fundamentales decretadas por el gobierno de entonces.
El único artículo redactado pensando en los protestantes fue el seis, y ni siquiera era original, ya que reproducía casi a la letra el artículo 11 de la Constitución promulgada en 1876 tras la restauración borbónica, siendo Alfonso XII rey de España.
El mencionado artículo seis de El Fuero de los Españoles decía textualmente: “La profesión y práctica de la religión católica, que es la del Estado español, gozará de protección oficial. Nadie será molestado por sus creencias religiosas ni por el ejercicio privado de su culto. No se permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la religión católica”.
Enseguida se supo que este artículo, ambiguo, inconcreto, restrictivo, había sido pactado previamente con el Vaticano. Pio XII, por entonces jefe de su Estado, quería así suavizar el toque a duelo de las campanas de su palacio.
Ninguna solución.
Todo siguió igual para los protestantes españoles. Los gobernadores de provincias, los alcaldes de ciudades, los concejales de ayuntamientos, los comisarios de policía interpretaban el artículo del Fuero como les daba la gana, y la gana era dictada por la jerarquía católica del lugar.
La guerra incivil que sangró a España entre 1936 y 1939 fue ganada por dos ejércitos: el ejército de Franco y el ejército del Papa. El primero estaba compuesto por españoles, italianos, alemanes y árabes de Marruecos. El segundo por el ejército del nacionalcatolicismo, es decir, por una jerarquía católica que actuaba como quinta columna, anclada en el catolicismo histórico político del siglo XVI.
Este ejército prosiguió la guerra contra el protestantismo hasta principio de los años 60, por señalar una fecha, aunque para mi tengo que esta guerra no acabó nunca, ni acabará.
Una muestra: tres años después de El Fuero de los Españoles, el 28 de mayo de 1948, la Conferencia Episcopal, que los obispos denominaban antes Conferencia de Metropolitanos, publicó un documento antiprotestante que circuló por todos los departamentos de la Administración del Estado y por embajadas extranjeras. El título del documento lo decía todo: “Instrucción a los fieles sobre la propaganda protestante en España”. La instrucción se las traía. Los obispos echaban más leña al fuego de la intolerancia religiosa y admitían que “
si se introdujo un elemento de tolerancia de los cultos disidentes en el artículo 6 del Fuero de los Españoles, ello fue en vista de los extranjeros residentes en España”.
Los demás protestantes eran basura. Antes de su publicación, el documento, del que se entregó a Franco una copia lujosamente encuadernada, fue leído y aprobado por el Papa Pio XII, sin cuya autorización los obispos españoles no levantaban un dedo.
Otra agencia de información antiprotestante se instaló en el hogar de los jesuitas en la calle Maldonado, en Madrid. Uno de los grandes jefes, el jesuita Sánchez de León, fundó una institución llamada “Fe Católica”. Su misión consistía en reunir información sobre los protestantes, interpretarla y manipularla a su antojo, que luego enviaba a las altas autoridades del régimen, a diplomáticos españoles en el extranjero y al propio general Franco. De tiempo en tiempo publicaba una espacie de “Libro blanco” que nos ponía negros. A su vez, el ministerio de Asuntos Exteriores enviaba esta información a las embajadas en el extranjero. De tal forma que tanto dentro como fuera de España se nos conocía por las desinformaciones que los jesuitas facilitaban sobre nosotros.
Después de todo, nada nuevo en la historia de España.
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