Castelar nació en Cádiz en 1832 y murió en San Pedro del Pinatar, Murcia, en 1899. Estudió Derecho y Filosofía. Fue un gran político, del partido republicano y ministro de Asuntos Exteriores. Su oratorio ampulosa y arrogante, el movimiento y el ritmo natural de su prosa, hicieron de Castelar el político español más ilustre del siglo XIX. Escribió libros sobre historia, filosofía, novelas y otros géneros.
Laurent nació en Luxemburgo en 1810 y murió en Ghent en 1887. Ejerció como abogado, político, escritor y profesor de Universidad. Fue objeto de constantes ataques por parte de la jerarquía católica belga y francesa a causa de sus opiniones liberales. Su HISTORIA DE LA HUMANIDAD, que en España fue traducida por dos grandes políticos y escritores republicanos, Nicolás Salmerón y Fernández de los Ríos, estuvo prohibida en su
época por la censura católica.
A estos tomos he acudido de nuevo con motivo de la película MARTÍN LUTERO. Es una película preciosista, bien hecha, fiel a la biografía del personaje, con unos planos que sobrecogen. Desde luego, lo mejor que el cine ha producido sobre Lutero. Otros colaboradores de “Protestante Digital” han escrito excelentes artículos ensalzando la película, y desde algunas instituciones evangélicas han escrito a las iglesias pidiendo a los pastores que la recomienden a sus miembros.
Yo también la he visto, naturalmente, y reconozco los méritos que he apuntado. Pero no me gusta. No me gusta el tema. Lutero nunca me ha caído simpático. Lo escribí en otra ocasión, hace ya algún tiempo, y un pastor luterano español me envió un paquete con cinco libros pretendiendo que los leyera y cambiara de opinión.
“No existen revoluciones sin sangre”, dicen que dijo Lenin. Pues yo detesto las revoluciones que para imponer su ideología derraman ríos de sangre, casi siempre de civiles inocentes.
Años pasados escribí y publiqué un artículo al que puse por título RELIGIÓN SIN SANGRE. Establecía diferencia entre Jehová y Jesús. Un amigo, muy amigo catalán, profundo conocedor de la Biblia, José Grau, me mandó seis folios mecanografiados para convencerme de que Jehová y Cristo son un mismo Dios. Inútil tratar de persuadirme de lo que siempre he creído. Jamás he dudado de que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo son, en esencia, un mismo Dios. Lo que yo decía entonces, y sigo creyendo ahora, es que me gusta más Dios cuando libera muriendo en el Nuevo Testamento que cuando libera ordenando matar en el Antiguo Testamento. Y estoy convencido de que las cosas secretas pertenecen a Dios (Deuteronomio 29:29) Lo que El hace no lo entenderé ahora, lo entenderé después (Juan 13:5).
Con todo, yo me aferro a la reprimenda de Cristo a Pedro: Guarda tu espada en su vaina (Mateo 26:52). La fe no necesita la espada para imponerse. A Dios no se le defiende matando a criaturas que están hechas a Su misma imagen y semejanza. Una religión que impone sus creencias ahogando en sangre a los que considera enemigos, jamás puede llamarse cristiana. El espíritu de Cristo fue otro: guarda la espada, no invoques al cielo fuego destructor, no desees el mal a quienes mal te han hecho.
Y eso fue la Reforma, a pesar de las buenas intenciones de Lutero. La Reforma cambió el destino de Europa. La Reforma puso la Biblia en las manos del pueblo, afirmó que cada cristiano es un sacerdote, negó la validez de dogmas instituidos por la Iglesia católica, demostró que la salvación se obtiene por la fe, y no mediante la compra de indulgencias, y tal vez más, mucho más. Todo esto es verdad. Pero ¿qué precio se pagó por ello? ¿Mereció la pena? La Reforma, se diga lo que se quiera, fue la causante de una guerra que empezó en Alemania y se extendió por toda Europa a lo largo de treinta años. ¿No estremece hasta las fibras ocultas del alma reconocer que una determinada religión se impuso guerreando durante treinta años? El argumento de que fueron guerras más políticas que religiosas no convence. La chispa que provocó el incendio prendió con la Reforma protestante. Con la revolución religiosa que engendró.
Contando un episodio de la revolución religiosa de los campesinos en Alemania, Castelar escribe un párrafo aterrador. Dice: “Nada más horrible que aquella noche de saqueo: el incendio chisporroteando; los soldados bebiendo al siniestro resplandor de las llamas; los cadáveres tendidos por todas partes; los moribundos en los estertores de la agonía; la violación de las pobres mujeres de los vencidos y de las desgraciadas monjas de los conventos, mezclando el resuello de bárbaros placeres a los ayes de increíbles dolores; la muerte infligida terriblemente a los prisioneros por medio de un castigo semi-asiático que consistía en atormentar a los vencidos y azotarlos para que fueran a clavarse ellos mismos en las puntas de las lanzas”.
¡Todo esto en nombre de Dios!
Laurent cuenta otros hechos espantosos de la reacción católica en el tercer tomo de su obra monumental. “Los sacerdotes empleaban razas de perros de cabeza grande y el látigo para llevar a los campesinos a misa”. Las crueldades instigadas por la reacción católica no caben ya en este artículo. El papel no da para más.
Cierro el tema con palabras del propio Laurent: “No hay espectáculo más odioso que el de la violencia legal, diaria, incesante, puesta al servicio de la pretendida causa de Dios”.
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