En la prensa escrita de nuestro país el documento del Papa ha tenido muy poca repercusión. La novedad del primer día, tímidas alusiones dos días después y paremos de contar.
La Encíclica está muy bien escrita, con un alto nivel literario y teológico. Joseph Ratzinger es un intelectual de talla, culto y profundo. A este su primer documento papal ha querido ponerle como título "Dios es amor". Ratzinger discurre sobre el amor de Dios, el amor entre los seres humanos y el complemento material del amor, el eros, el sexo.
Que un Papa hable del eros y llegue a calificar de erótico el amor, puede parecer una revolución del pensamiento y del lenguaje vaticano, pero no aporta novedad alguna. El tema que ha elegido el Papa para su primera Encíclica es tan antiguo como el despertar de los tiempos. Ya lo apuntó Adán cuando, contemplando la desnudez de Eva, exclamó: "Esta es hueso de mis huesos y carne de mi carne". Añade el texto inspirado que inmediatamente la "conoció", es decir , la poseyó, el amor espiritual derivó en carne de deseo.
De lo que ahora escribe el Papa ya escribieron en la antigüedad lejana Salomón en "El Cantar de los cantares", Platón en "El banquete", Ovidio en "El arte de amar", en los tiempos modernos Erich Fromm en una excelente obra que lleva el mismo título que la de Ovidio, Ortega y Gasset en "Estudios sobre el amor" y centenares de escritores en todas las épocas y en multitud de países. Ahora mismo, hoy, las "Webs" que se anuncian en Internet facturan quince millones de euros al año procedentes de hombres y mujeres que navegan en busca de amor y sexo.
Dice el Papa que "una primera lectura de la Encíclica podría suscitar quizás la impresión de que está quebrada en dos partes, una primera teórica que habla de la esencia del amor, y una segunda parte que trata de las organizaciones caritativas" de la Iglesia. Esto no es una impresión, es la evidencia que resulta de la lectura del documento.
Pero este
contiene un tercer asunto, al que apenas se ha concedido atención, la Iglesia y la política, el Vaticano y los estados. El punto número 28 de la Encíclica aborda esta cuestión. El Papa defiende la independencia de la Iglesia frente a la política, "que el Estado debe respetar". Sigue diciendo que "la Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible". Añade que "en este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado".
Esto es lo que Francisco Umbral llama "trampa de sacristía". ¿Qué otra cosa ha hecho la Iglesia católica a lo largo de toda la Historia sino imponerse, manipular, dominar al Estado donde ha podido, como ha podido, por las buenas o por las malas, estableciendo lazos de paz o declarando guerra abierta? ¿Qué ha pretendido la fascinación de la Iglesia católica por las grandes potencias de Occidente, sino las intenciones ocultas de tutelarlas en su provecho?
Lo acaba de decir el teólogo alemán Hans Kung, militante en la disidencia vaticana: Mientras la Iglesia católica no se democratice ella misma y siga ornándose con el aura de la infalibilidad, su pretendida democracia e independencia frente al Estado no pasará de ser una pura conveniencia táctica.
En el conocido episodio de la moneda que presentan a Jesús, el Señor se pronuncia con claridad sobre la separación entre Iglesia y Estado. Al Cesar, lo que corresponda a sus funciones terrenales, a Dios lo que es patrimonio del alma.
Los primeros cristianos siguieron por poco tiempo este modelo ideal de sociedad. A finales del siglo II la Iglesia ya había extendido su poder a los emperadores romanos. La conversión de Constantino a mediados del siglo IV fue una alianza táctica entre el emperador y los altos jefes de aquella Iglesia, orgullosa y ambiciosa de poder. Desde entonces, la Iglesia adopta el modelo político y jerárquico del imperio romano y extiende sus tentáculos por el mundo de la política. La Iglesia domina pueblos, reyes, caudillos. Provoca guerras civiles y guerras entre naciones.
En la Edad Media el poder temporal de los Papas controla Italia, Francia, Alemania, España, todas ellas regidas por el absolutismo de la Iglesia católica, que se considera un poder espiritual instituido por el mismo Dios para conducir la humanidad hasta su último destino. Se impone al Estado, dicta la política que más conviene a sus intereses.
Así hasta hoy. El libro del alemán Karleinz Deschner, "La política de los papas en el siglo XX", estremece por sus revelaciones. El Vaticano ha estado presente en la política de los regímenes fascistas, en los comunistas, en la política internacional de Estados Unidos desde la partición de Corea hasta la guerra de Vietnam, provocada en gran medida por el cardenal Spellman. Por no hablar de la guerra civil en España.
¿Cómo se atreve a decir Benedicto XVI que la Iglesia no pretende un poder sobre el Estado? ¿Acaso el Vaticano no es un Estado más, un Estado político, con política propia? ¿No es el Papa el jefe supremo de ese Estado? ¿No existe un parlamento llamado Gobernatorio, donde cada ministerio tiene sus funciones propias? ¿No mantiene un cuerpo diplomático? El ministro de Asuntos Exteriores tiene categoría de Secretario de Estado, como en Norteamérica, y los embajadores son Nuncios Apostólicos.
En su discurso sobre el amor el Papa merece un diez, pero cuando roza el tema de la política da la impresión de que ha perdido la memoria. Serán cosas de la edad.
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