Ahora tomo prestados el título y unos cuantos versos para introducir este artículo propio de un mes de enero.
¿Cómo evitar el simulacro?
¿Cómo vivir sin desvivirnos?
Surcan los días por tu vientre.
Somos el tiempo que nos queda.
¡El tiempo que nos queda! Estar en el mundo equivale a estar en el tiempo.
En su libro CONSOLACIÓN DE LA BREVEDAD DE LA VIDA, José María Cabodevilla, cuyas obras me fascinan, las leo y las releo, afirma que fuimos nosotros, los seres humanos, quienes al empezar a existir inauguramos la existencia del tiempo.
Somos el tiempo que nos queda porque el tiempo no es otra cosa que la misma condición temporal de lo creado.
-¿Cuántos años tienes?, pregunta el curioso.
-No lo se, responde el otro.
-¿Cómo que no lo sabes? ¿Es que te da vergüenza confesar tu edad?
-No es eso. Es que de verdad no se los años que tengo. Pregúntame por los que no tengo y te lo digo enseguida. Los que tengo, es decir, los que señalan al futuro, sólo lo sabe Dios. Es El quien tiene la llave del tiempo que nos queda.
En el coloquio del día a día hablamos de perder o de no perder el tiempo. ¿Cómo se puede perder lo que no se tiene?
¿Puede haber algo más efímero que un periódico? Su única razón de ser es la actualidad. Nada menos interesante que el periódico de ayer. Todo pasa con la precipitación de una danza divertida.
Y lo que pasa no vuelve. Don Quijote, contemplando la muerte frente al espejo, dice al grupo que rodeaba su lecho:
Señores, vámonos
poco a poco,
pues ya en los nidos
de antaño
no hay pájaros hogaño.
Poco a poco o mucho a mucho, todos somos víctimas del tiempo, del ayer que se fue, de la hora que no vuelve. Así lo percibió Macbeth, contemporáneo de Don Quijote, cuando habla por boca de Shakespeare en el quinto acto del drama: “El mañana y el mañana y el mañana avanzan en pequeños pasos, de día en día, hasta la última silaba del tiempo recordable; todos nuestros ayeres han alumbrado a los locos el camino de la muerte”.
Esos ayeres shakesperianos son el tiempo que se fue.
La edad es un dato precioso. Es una medida que señala el tiempo vivido, pero de ninguna manera puede dictaminar los años que nos quedan porque, aunque los efectos del tiempo son muy concretos y devastadores, la idea que de el tenemos es abstracta. Descartes decía que nunca se debía aceptar como cierta una afirmación de la que no se tuviera una certeza evidente. Y el tiempo, considerado en futuro, es una incógnita.
Cuando el Moreno, rasgueando la guitarra pregunta a Martín Fierro cuándo formó Dios el tiempo y por qué lo dividió, el gaucho le responde:
Moreno, voy a decir,
Según mi saber alcanza:
El tiempo sólo es tardanza
De lo que está por venir;
No tuvo nunca principio
Ni jamás acabará
Porque el tiempo es una rueda,
Y rueda es eternidad;
Y si el hombre lo divide
Sólo lo hace, en mi sentir,
Por saber lo que ha vivido
O le resta que vivir.”
¡Somos el tiempo que nos queda! ¿Y cuánto tiempo nos queda?
Depende del enfoque que se le de. Aquí en la tierra poco, muy poco. Aunque uno muera como acaban de morir dos hombres conocidos, el filósofo Julián Marías a los 92 años, y el ginecólogo Iglesias Puga, padre del famoso cantante, a los 91, de un ataque cardiaco, ¿qué son 90 años, 100 o 150 si los comparamos con los años sin fin de la eternidad?
No son reflexiones triviales, ni mucho menos. Y se ajustan como anillo al dedo ahora que el tiempo del calendario nos abre las puertas de un nuevo año.
Jugamos con las palabras. Decimos Historia, Tiempo, Eternidad, Muerte, y mentalmente las redactamos con mayúsculas. Escribe Cabodevilla: “Decimos Eternidad, pero no escuchamos el sordo rumor del tiempo en nuestros oídos, la creciente resonancia de la eternidad en nuestra alma”.
La eternidad no llega tras la muerte, sino a través de la muerte. Y la muerte no es más que el vehículo que nos acerca a Dios hasta sentarnos con El en el paraíso.
Aquí estamos, iniciando los primeros de 365 escalones que nos separan del 31 de diciembre de 2006. Pertenece al designio de Dios que los subamos todos o que claudiquemos en el camino. Por mucho trecho que falte aún, hemos de seguir caminando con la mirada puesta en el autor y consumador de nuestra fe, Jesucristo Hijo de Dios, Dios Eterno encarnado en la temporalidad.
Somos el tiempo que nos queda.
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