Las enseñanzas sobre la Trinidad y la divinidad de Jesucristo son doctrinas que están íntimamente relacionadas entre sí, al sostenerse mutuamente; por eso fallar en la comprensión de una inexorablemente acarrea caer en el error con la otra. Con ambas estamos tocando el mismo nervio de la verdad cristiana, que queda vacía de contenido si se abandonan los postulados que las sostienen.
La negación de la divinidad de Jesucristo es multiforme, pues unos lo reducen a la categoría de mero hombre, aunque reconociendo su rango destacado como maestro o profeta, otros lo reconocen en la categoría de superhombre, al haber sido ensalzado por Dios a causa de su obediencia, e incluso otros llegarían a afirmar que tiene rango divino, si se entiende por tal la pertenencia a un nivel que el resto de las criaturas no tiene, si bien no deja de ser una de ellas.
Pero
cuando los cristianos hablamos de la divinidad de Jesucristo no nos referimos a una forma de hablar metafórica, como si se tratara de un título honorífico, sino de algo real y verdadero, que compete a su naturaleza. De ahí que el vocablo más exacto sería el de deidad más que divinidad, si bien emplearé el segundo término por ser más popular, aunque entendido en el sentido del primero.
Ya en el Antiguo Testamento hay anuncios que indican que la encarnación, esto es, que Dios se hace hombre, es más que una hipótesis. Las teofanías o manifestaciones de Dios son de dos tipos. Las hay de carácter abrumador e imponente, en las que la presencia de Dios se muestra de tal forma que el ser humano, en su fragilidad, no puede soportarla. Un ejemplo de las tales sería la que tuvo lugar en Sinaí, cuando no sólo el pueblo sino el mismo Moisés declaró su espanto ante lo que estaba contemplando (
i). Otro caso sería la que vio Isaías, quien pensó que no saldría con vida después de haber visto a Dios en su majestad y santidad (
ii).
Pero también hay
otras teofanías que son de carácter asequible, en las que Dios se despoja, por así decirlo, de toda esa componente de grandeza que los seres humanos no podemos soportar, haciéndose cercano y accesible a nosotros. Un ejemplo de esta clase sería la visita que Dios realiza a Abraham para anunciarle su futura paternidad por medio de Sara (
iii). El visitante, que va acompañado por otros dos más, es un varón, que come y bebe, indicando todo en su porte que el anfitrión se halla ante un hombre como él. Sin embargo, ese visitante es Dios mismo. Otro caso de teofanía asequible es el encuentro que tiene Josué, antes de comenzar la conquista de Canaán (
iv), con un hombre, al que no puede distinguir si es de su propio ejército o del ejército enemigo, lo cual indica claramente que está frente a alguien como él, aunque cuando el personaje le revela su identidad resulta ser Dios mismo.
Esa proximidad o familiaridad de Dios hacia nosotros ya se aprecia de manera directa en el relato que describe una escena de total compañerismo y amistad, cuando Adán y Eva oyeron la voz de Dios "que se paseaba en el huerto, al aire del día" (v). No puede expresarse de forma más clara la cotidianeidad y humanidad que preside el pasaje, con unos detalles que a nosotros nos resultan bien conocidos, como es el pasear por un lugar agradable con una apacible brisa junto a una plácida compañía. Tristemente la familiaridad que desprende el relato y que debía ser algo normal y diario, ha quedado rota, escondiéndose ahora Adán y Eva de la presencia que entes les infundía seguridad y bendición. No es que Dios haya cambiado, sino que son ellos los que han cambiado, al haber transgredido el mandato que les fue dado. Lo que antes era inspirador ahora resulta perturbador.
Hay algunas
importantes lecciones que se desprenden al considerar conjuntamente estos ejemplos de las dos clases de teofanías. Aunque
las de la primera clase hacen evidente que existe una incompatibilidad entre Dios y el hombre, por la diferencia de naturalezas, las de la segunda clase enseñan que, no obstante, es posible la compatibilidad. Una compatibilidad que ya se intuye en el hecho de que Dios crea al hombre a su imagen (vi), lo cual establece un nexo de vinculación mutua. Ambas clases de teofanías son reflejo de dos grandes verdades que han de tenerse en cuenta equilibradamente: La trascendencia y la inmanencia de Dios. Por la primera Dios está más allá de nosotros, por la segunda está cerca de nosotros.
Es decir,
a la vez que hay una neta separación entre él y nosotros, expresada en la infinitud de Dios y la finitud del hombre, al mismo tiempo también se percibe que es posible la conjunción, porque ese Dios inefable y glorioso se hace, en las teofanías asequibles, uno de nosotros, aunque de forma temporal. Ahora bien, si puede hacerlo de forma temporal es evidente que también lo puede hacer de manera permanente, que es lo que precisamente ocurrirá en la encarnación, cuando Dios se haga hombre al asumir una naturaleza humana indisolublemente y para siempre. Eso, nada más y nada menos, es lo que significa la encarnación, una verdad ya prefigurada en las teofanías asequibles, que se hará realidad final en Jesucristo.
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