El gran pensador español José Ortega y Gasset (1883-1955) plasmó la síntesis de su pensamiento en aquella máxima que decía: "Yo soy yo y mis circunstancias", por la cual convertía a la personalidad individual en un compuesto de esencia (el yo) y agregado (las circunstancias), modificando lo segundo a lo primero y siendo determinante para su resultado final. Por "circunstancias" cabe entender múltiples factores, como herencia, educación, entorno familiar y social, momento histórico, etc., lo cual no es obstáculo para que el yo pueda a su vez actuar y hasta superar tales condicionantes. Esta era la brillante proposición filosófica que hiciera aquel gran intelectual sobre la existencia humana.
Pero en la década de los sesenta
un humorista gráfico español, no recuerdo bien si era Chumy Chúmez, alteró irónicamente la frase de Ortega para convertirla en la siguiente: "Yo soy yo y mi coche". El dibujante representaba en la viñeta a un ciudadano de a pie con su coche al lado, parafraseando a Ortega con la mencionada máxima. El chiste pretendía reflejar el estado de cosas al que habíamos llegado en España, cuando el desarrollo económico estaba levantando el vuelo y, por fin, hasta el obrero podía aspirar al bien de consumo por excelencia: El coche. El sueño de ser dueño de tal objeto estaba ahora al alcance de la mano, no sin esfuerzo y muchas horas extras, elevando el nivel de su poseedor a un estrato diferente.
La existencia, pues, pendía ahora del coche, que proporcionaba relevancia y le hacía sentir a uno importante, al haber alcanzado lo que hasta hacía poco era privilegio de una minoría.
Claro que el coche de "Yo soy yo y mi coche" no era nada del otro mundo. Se trataba de un simple Seat 600, un pequeño utilitario, del que ahora nos preguntaríamos cómo era posible llegar al pueblo o la playa, con toda la familia metida en aquel minúsculo vehículo sin aire acondicionado y otras ventajas que ahora tenemos. Pero la fuerza que tenía, y tiene, la apariencia social hacía impensable que el vecino pudiera tener semejante maravilla y nosotros carecer de ella. Sí; era inconcebible la existencia sin el sueño del coche. Era lo que daba prestancia y categoría social. Tras dos décadas de hambre y escasez, tras la guerra civil, por fin el cielo del consumismo se abría en España para el hombre de a pie.
Durante décadas el coche, en su evolución ascendente, siguió siendo símbolo de desarrollo y progreso, constituyéndose además en indicador del momento económico por el que pasaba una nación. Pero he aquí que
los tiempos están cambiando, como en la canción de Bob Dylan, y
su relevancia ha pasado a un segundo plano, al quedar desplazada por la de un artilugio que cabe en la palma de la mano: El móvil.
Las nuevas tecnologías ahora lo son todo, de modo que muchos podrían decir: "Yo soy yo y mi móvil".
Las posibilidades y capacidades que abre ante nosotros el pequeño artefacto son tales que todo un universo está a nuestra disposición, simplemente con un suave movimiento de nuestro dedo índice sobre la pantalla táctil. ¡Ah! Qué lejos queda aquello del "Yo soy yo y mi coche", del humorista español, comparado con lo del "Yo soy yo y mi móvil" actual. Y no digamos ya con respecto a la sentencia de Ortega, abstrusa y filosófica a más no poder, a menos que las "circunstancias" orteguianas las reduzcamos al móvil.
La existencia es imposible sin el móvil, especialmente para las nuevas generaciones, que nacen ya con un tic en el dedo índice moviéndose en pequeñas oscilaciones de derecha a izquierda. Las relaciones, principios, pensamientos y conducta están modeladas por
el móvil, que se ha convertido en la más potente directriz capaz de gobernar a millones, quedando la identidad personal transformada de forma irrevocable.
Hay un anuncio publicitario que últimamente se pasa por distintas cadenas televisivas españolas, en el que una pareja joven, abstraída en su móvil cada uno, de pronto se pregunta: ¿Qué tenemos en el frigorífico? Y aunque la respuesta sería nada, del frigorífico comienzan a salir distintos personajes portando cada uno un menú de lo más atrayente. ¿Cómo es posible que de donde no hay nada salgan tales recursos instantáneos? Por el móvil, que pone a nuestra disposición la comida que deseamos sin mover un dedo, o mejor dicho, moviendo el dedo por la pantalla táctil.
Claro que el asunto puede ir a mayores,
al quedarse corta la frase "Yo soy yo y mi móvil" y convertirse en "Yo soy mi móvil", con lo cual la persona es el móvil mismo o el móvil es la persona. Recuerdo una escena en el aeropuerto de Fráncfort el año pasado, cuando mientras esperaba la conexión con otro vuelo los componentes de una familia oriental estaban sentados delante de mí. No sé exactamente de qué nacionalidad eran, pero eso es irrelevante. Se trataba del padre, la madre y dos hijos. Pues bien, cada uno estaba absorto, pendiente de su utensilio, sumido en su particular mundo, sin mediar palabra ni mirada con los demás. La escena era digna de una foto, pues plasmaba perfectamente el estado de cosas al que la tecnología nos puede llevar, al convertirse en el eje sobre el que gravita nuestra existencia, pasando por alto todo lo demás, incluida a la familia. Si había un nexo común en esa familia oriental era la tecnología, que a su vez era lo que los desunía y los convertía en extraños, de modo que de familia sólo quedaba el lazo consanguíneo y poco más.
El problema no es el móvil, como no lo era el coche, sino la inclinación que tenemos para convertir lo accesorio en esencial y lo esencial en accesorio, hasta el punto de idolatrar lo que es simple realidad virtual. Pero el resultado de ello es que nos hacemos gemelos con aquello ante lo que nos postramos, como bien dice el antiguo texto: 'Semejantes a ellos [los ídolos] son los que los hacen y todos los que en ellos confían.'
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