Con motivo del funeral de Estado por el fallecido ex-presidente Adolfo Suárez,
el cardenal Rouco Varela, oficiante de la misa, dijo en su homilía unas palabras que han ofendido sobremanera a muchos de los que estaban allí presentes: "Las actitudes que causaron la guerra civil la pueden volver a causar." Dado que era una ocasión única, porque en la catedral de La Almudena estaban congregados en ese momento los representantes políticos de distintos signos para rendir tributo de reconocimiento al difunto y a su tarea, el cardenal no dejó pasar la ocasión para que esas palabras las escucharan todos ellos.
El malestar que han provocado es explicable, dado que suponen una advertencia pública a los gobernantes de que la sombra del fracaso, en su grado más extremo que es la guerra, puede llegar a planear sobre nuestras cabezas. Y como casi nadie quiere ser puesto en evidencia, recibiendo avisos de esa índole, el rechazo ha sido casi total. Si además tenemos en cuenta que el cardenal no es precisamente santo de la devoción de muchos, entonces ya tenemos un cóctel bien agitado para la reacción en contra. Como esas palabras fueron de carácter exhortatorio y su persona suscita en bastantes antipatía, cuando no ojeriza, la conjunción de ambos elementos, palabras y persona, se aunaron para generar repudio.
Y sin embargo, por más que duela, al cardenal no le falta razón. Si en algún momento, en los casi 40 años desde la muerte de Franco, ha habido una etapa en la que el enconamiento, el desafío y la confrontación han alcanzado niveles peligrosos, con alarmantes señales de ruptura, ese momento es el actual. Es verdad que hubo en la etapa de la Transición y posteriormente a la misma, peligros que podían hacer naufragar el proyecto de una convivencia pacífica. Fuerzas nostálgicas de la etapa anterior estuvieron acechando para destruir la incipiente democracia, de lo cual el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 fue su expresión más nítida. Otro gran peligro era el terrorismo de ETA. Pero felizmente ni los nostálgicos ni el terrorismo pudieron quebrar la convivencia pacífica general, a pesar de haberlo intentado.
Pero he aquí que tras haber superado esas amenazas, han aparecido otras que ya no quedan reducidas a un ámbito minoritario, porque proceden de fuentes diversas y con capacidad de expansión. Una es la aguda crisis económica que padecemos y que inexorablemente se convierte en caldo de cultivo de descontento y agitación. Otra es la pérdida de ascendencia de la Monarquía, que durante muchos años fue la institución más valorada. Esa depreciación de la Corona plantea serios interrogantes sobre el futuro no ya sólo de esa institución sino de la nación en general. Una tercera sería la continuada sucesión de ilegalidades promovidas desde sectores separatistas, cuyo clímax es el intento de un referéndum en Cataluña que contraviene la ley, lo cual nos sitúa en una encrucijada en la que no se vislumbra una vía media. Otra amenaza es la pérdida de credibilidad de los partidos políticos y otros entes sociales, lastrados por la corrupción en bastantes casos, lo cual va en detrimento de la misma democracia. También está el hecho de que el extremismo y la contestación violenta se estén haciendo cada vez más patentes en la calle, lo cual es síntoma de que aquel consenso de la Transición ha pasado a mejor vida. Si el aumento de ese extremismo, que se alimenta del odio y lo genera, cala en intensidad y difusión entre las nuevas generaciones, el enfrentamiento está asegurado.
No; no es ningún despropósito la advertencia que ha lanzado el cardenal. La memoria histórica debería ponernos en aviso de que antes de que llegara 1936 se sucedieron una serie de hechos que hicieron posible el estallido de la guerra civil. Es verdad que las circunstancias de entonces llegaron a extremos insoportables, a los que todavía no hemos llegado ahora. Pero el alud siempre comienza con una bola de nieve.
Una situación económica de pobreza generalizada, el hundimiento de la Monarquía, una continuada presión sobre el sistema democrático republicano por parte de facciones extremistas, repetidos intentos de separatismo y cantonalismo, recurso a la violencia para imponer los propios criterios sobre los demás y odio inusitado hacia el adversario ideológico, son algunos de los factores que se concatenaron para aquel desastre que fue la guerra civil.
En lugar de reprocharle al prelado sus palabras, sería mejor que todos pusiéramos un poco de nuestra parte para disipar las sombras que se ciernen sobre nuestra convivencia pacífica.
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