Todo hacía indicar que para aquel fastidioso momento no había solución posible. Y aunque ellos acababan de hacer un viaje enviados por su Maestro en el que habían sido a la vez instrumentos y testigos de tantas maravillas y señales que rompían las más férreas leyes de la naturaleza, hasta tal punto que volvieron eufóricos y con un sentimiento rebosante de victoria, en las circunstancias actuales toda esa sensación se había evaporado, ante la percepción de estar frente a algo insuperable.
El problema les parecía de tal envergadura que suponía un frío baño de realismo, en el que la conciencia de que incluso lo sobrenatural tiene sus limitaciones se imponía sobre las sobresalientes experiencias que hacía poco acababan de vivir. Finalmente, la inexorable regla de lo imposible les devolvía a la esfera normal en la que se mueven todas las cosas.
Había cuatro imponderables que tenidos en cuenta aisladamente ya suponían un obstáculo formidable cada uno, pero que al converger a la vez se convertían solo en uno, pero descomunal e inamovible.
El primero era lo
intempestivo de la hora. El reloj iba implacablemente marcando el paso del tiempo y la noche se echaba encima. Las prisas por terminar la larga jornada eran evidentes y si además sumamos el cansancio acumulado, todo invitaba a despedir a la multitud. Lo escaso del tiempo y de las fuerzas no permitían solventar esta situación de necesidad.
El segundo obstáculo era
lo inconveniente del lugar. Se trataba de un sitio desierto, sin nada a lo que echar mano que pudiera ser de ayuda. Si al menos hubiera sembrados, árboles, ganado, graneros, población o cualquier cosa que pudiera proporcionar un atisbo de asistencia, todavía podría pensarse en una solución. Pero en tal paraje pelado nada se podía esperar.
El tercer problema lo constituía
lo ínfimo de los recursos. Cinco panes y dos peces no eran suficientes ni para media docena de personas. Y eso es todo lo que tenían. Eran habas contadas.
Y la cuarta dificultad era
lo enorme de la necesidad. No eran varias decenas de personas, ni siquiera algunos centenares, lo que ya habría supuesto un auténtico quebradero de cabeza. Eran varios millares, que contabilizados uno a uno podían llegar a ser diez mil, habida cuenta de que sólo los varones adultos ya ascendían a cinco mil. Una cifra capaz de quitarle el aliento hasta al más optimista.
Si ellos hubieran sido personas que nunca hubieran estado con su Maestro y no hubieran visto las cosas que era capaz de hacer, podríamos comprender perfectamente que sólo vieran esos obstáculos insalvables. Pero no era el caso. Lo cual revela su mentalidad en cuanto a la capacidad de su Maestro. Podía mucho, pero no lo podía todo. Podía llegar a suplir y remediar determinadas situaciones, pero hay otras que quedaban más allá de su alcance.
Y es que el peso de la realidad era algo que les desbordaba y abrumaba, imponiéndose con su crudeza y gritándoles: ¡Es imposible! El tiempo no se detiene ni retrocede. De donde no hay, nada se puede sacar. Y lo ínfimo no puede suplir a lo enorme. Es la lógica pura y dura. Es la evidencia de las matemáticas. Es la experiencia de cada cual todos los días. Siempre fue así y siempre será así. No había nada que hacer.
Todo esto fue lo que llevó a David Hume a negar la posibilidad de que existieran los milagros, pues "una firme e inalterable experiencia establece el funcionamiento de las leyes de la naturaleza, de modo que la prueba contra los milagros es tan completa como pueda ser."
Lo triste es que aquellos hombres, que poco antes acababan de regresar pletóricos de su viaje, en el que las leyes de la naturaleza habían quedado vencidas por la autoridad del nombre de su Maestro, ahora eran más discípulos de Hume que de su Maestro, ya que eran totalmente escépticos respecto a que hubiera una solución al problema que tenían ante sí.
Pero frente a todas los impedimentos naturales y también frente al escepticismo de la mente humana, incluso al de sus más estrechos colaboradores, se desplegó el poder ilimitado del Maestro, que vence todos los imposibles. Es interesante el detalle de que antes de hacer nada, el Maestro manda organizar en grupos diáfanos de cincuenta personas a toda la multitud. Allí donde hay una masa humana desordenada, apretada y mezclada, podría fácilmente surgir la duda sobre la verdadera procedencia de los alimentos, porque todo es confuso y nada se distingue con claridad. En medio del barullo y del gentío pueden ocurrir cosas raras y confusas. Pero los grupos netamente separados entre sí, recibiendo cada uno de ellos la porción de panes y peces, hacen patente que estamos ante algo que está más allá de la sospecha del fraude, porque todo es transparente como el cristal.
Es un milagro que no tiene explicación física, ni lógica, ni racional, ni matemática, ni científica, porque está más allá de todo eso. Con las leyes que conocemos nunca podremos explicarlo, lo que indica que hay otras leyes superiores que escapan a nuestra comprensión. Unas leyes que el Maestro conoce, que estableció desde el principio y que maneja cuando y como quiere. Y de ese modo es como lo imposible se hace posible.
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