A raíz de la vasta crisis en la que España está sumida desde hace varios años, se llegó a la conclusión de que el remedio para la misma estaba en los valores. Se trataba de una deducción prácticamente unánime, en la que sin importar colores, tendencias ni ideologías, todos estaban de acuerdo. Había que recuperar valores, enseñar en valores y promover los valores, porque el origen de la crisis, que es mucho más que económica, estaba en su pérdida. De pronto, la palabra valores se convirtió en el vocablo de moda, en el término mágico, esgrimido por unos y por otros, pareciendo que se había llegado a descubrir la raíz del cáncer que nos carcomía y la solución que tanto necesitábamos. Sociólogos, politólogos, antropólogos, teólogos, psicólogos y todos los demás -ólogos que podamos imaginar eran de una misma mente: El problema tenía que ver con los valores. ¡Qué alivio daba saber que todos los entendidos coincidían en el diagnóstico y por tanto también en la prescripción medicinal! Ahora ya sólo era cuestión de ponernos a trabajar con los valores y España se recuperaría.
Pero he aquí que
el Gobierno actual ha determinado sustituir la vigente ley del aborto que el Gobierno anterior había puesto en marcha, e inmediatamente se han levantado disgustadas y apasionadas voces de peso, manifestando sentir vergüenza por dicha reforma, dado que se trata de un paso hacia atrás de treinta años en el tiempo, que nos retrotraería a épocas ya superadas. La palabra vergüenza es un término fuerte, que expresa por un lado bochorno y por otro escándalo y no deja lugar a dudas sobre la postura de quien la siente.
Pero
vergüenza es exactamente el mismo sentimiento que algunos tuvimos, cuando en la etapa del Gobierno anterior se aprobó la hasta ahora vigente ley del aborto, la llamada ley Aído, por el apellido de la ministra que la promovió. Era una ley que dejaba indefensos a los no nacidos, que quedaban a merced de lo que se quisiera hacer con ellos. Igualmente vergüenza fue el sentir que algunos experimentamos, cuando el Parlamento español aprobó el matrimonio homosexual, renovándose esa vergüenza cuando el Tribunal Constitucional lo sancionó, porque era la perversión jurídica de una noción básica como es la del matrimonio.
El mismo bochorno y escándalo que ahora sienten algunos es el que venimos sintiendo otros desde hace años, aunque por razones totalmente distintas. Así que toda aquella unanimidad de criterio en torno a la necesidad de los valores no era sino algo ficticio alrededor de una palabra, pues a la hora de adentrarnos en el contenido de la misma las diferencias son irreconciliables. De hecho, en derredor de los valores hay una contienda mundial en toda regla, a la que se puede denominar perfectamente guerra cultural o ideológica.
Hay valores capitalistas, socialistas, homosexuales, feministas, patriarcales, seculares, trascendentales, ateos, religiosos, modernos, antiguos, materialistas, espirituales, revolucionarios, conservadores, occidentales, orientales, de la izquierda, de la derecha, nacionalistas, supra-nacionalistas... Y hasta los terroristas y delincuentes tienen sus valores. Por tanto, estamos en medio de una intrincada selva de diversos y hasta enfrentados valores. ¿Con cuáles nos quedamos?
La idea de que no existe una verdad absoluta y por tanto unos valores definitivos desemboca en la relatividad de todos ellos, siendo la única manera de resolver el dilema el peso de una mayoría o la presión de los lobbys o la influencia de los medios de comunicación o la habilidad para denostar al contrario o la suma de todos esos factores.
Claro que esto llevado a sus últimas consecuencias puede acabar en el absurdo ideológico y moral. Incluso en lo monstruoso, porque es posible llegar a sancionar como legítimo lo que moralmente es repugnante, simplemente porque una mayoría en las urnas o un lobby influyente así lo decide.
Por eso es necesario, en cuestiones que atañen a lo vital, no dejarse guiar por mayorías ni por lobbys, sino por otro factor: La persona. Porque en definitiva los valores los elaboran las personas. No surgen por generación espontánea en el vacío, sino que son el producto de una o muchas mentes. De ahí que es preciso conocer al que los elaboró, sometiendo a su autor o autores a un escrutinio profundo sobre sus motivaciones, conocimiento e integridad personal. En suma, a un análisis exhaustivo de su carácter, coherencia, sabiduría y competencia, tanto en lo público como en lo privado, tanto en la conducta, como en la palabra y en el pensamiento. De esa manera se comienza un proceso imparable de eliminación de candidatos, porque como alguien dijo: "No hay hombre grande ante su ayuda de cámara". Si esto es así ¿cómo me voy a fiar del criterio de quien es tan falible como yo y que tiene las mismas lagunas y carencias que yo tengo?
Necesito de alguien más grande, para discernir acertadamente sobre los asuntos vitales. Y aquí, después de que uno tras otro van cayendo, solamente queda un aspirante en pie, aquel que es la 'luz verdadera que alumbra a todo hombre'
(1), quien desafió a sus enemigos de este modo sobre su integridad personal: '¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?'
(2) . La conciencia, alumbrada por su enseñanza, recibe la claridad necesaria para tener nociones y criterios válidos, regidos no por opiniones relativistas, sino por la directriz iluminadora de su luz.
Necesitamos valores para poder vivir bien; pero para estar seguros de que son buenos, justos y verdaderos antes necesitamos ir a la Persona de la cual manan todos ellos.
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(1) Juan 1:9
(2) Juan 8:46
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