El gobierno de las naciones se mueve en un arco que va de lo recomendable a lo pésimo, habiendo numerosos grados de matiz entre un extremo y otro. En un extremo de ese arco estaría alguien como Nelson Mandela y en el otro alguien como Kim Jong Un. Desgraciadamente el primero ha muerto y fatalmente el segundo está en el poder, aunque felizmente no para siempre.
La tónica del gobierno en la humanidad lleva esta impronta, consistente en la oscilación entre lo sobresaliente, que inevitablemente se marchita, y lo execrable, que una y otra vez vuelve a reverdecer. Es la lección perpetua que nos deja la historia, en la que al lado de nombres excelentes se encuentran otros miserables, si bien todos temporales, lo que hace patente la necesidad de un gobernante que sea a la vez inmutablemente bueno y al mismo tiempo imperecedero. Pero esta condición levanta una imposibilidad que ningún ser humano puede superar, por la lógica de las leyes naturales. Así que
a lo más que podemos aspirar es a que surja de vez en cuando alguien que destaque y bajo cuyo mandato vivamos un número de días de quietud y bienestar, sabiendo que la duración de los tales tiene un límite, pues en cualquier momento puede producirse un vuelco que eche a perder lo conseguido.
El mensaje de la Navidad tiene que ver precisamente con la necesidad manifiesta de tal clase de gobernante que, excediendo a todo lo conocido, es capaz de aunar en sí mismo la perfección inmutable y la duración inacabable de su gobierno. Un gobierno que tiene dos momentos estelares, inauguración y plenitud, separados por el tiempo y marcados por sus dos venidas, primera y segunda. Es decir, primordialmente la Navidad no tiene que ver con algo sentimental o enternecedor, sino con algo regio y señoreador, pues ese niño que nace en Belén está predestinado a ser Rey.
No es por casualidad que Mateo abra su evangelio con la siguiente afirmación: 'Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham.
i' La importancia de las genealogías reside en que prueban la legitimidad de alguien para heredar un determinado cargo, cuando el mismo está asociado a un cierto linaje. El hecho de ser descendiente de David significa que las promesas que le fueron hechas a este personaje tocante a su simiente, tienen como depositario a Jesucristo.
Ahora bien, como dichas promesas tenían que ver con un gobierno muy especial, es por lo que él resulta ser el gobernante ideal que durante siglos había sido anunciado y esperado. Y aunque aparentemente nada parezca haber cambiado, desde su primera venida, en esa interminable secuencia de personajes estimables y execrables en los puestos de gobierno en este mundo, lo cierto es que lo que se puso en marcha entonces no tiene vuelta atrás, no importa los obstáculos que se puedan alzar.
La historia se mueve de forma inexorable en la dirección de su segunda venida, cuando su reino será establecido de forma plena y permanente.
Ser del linaje de Abraham significa que Jesucristo es el portador de la bendición prometida a la simiente del patriarca. Esa bendición no consiste esencialmente en bienes materiales, sino en uno inmaterial, pero real, como es la justicia. Una justicia que no emana del pueblo, que fluctúa en su noción de la misma, ni del capricho de fulano o mengano, tampoco de la costumbre, sino de quien vivió, mientras estuvo en esta tierra, conforme a las más elevadas normas de ética jamás imaginadas, sin sucumbir nunca en su integridad ante las insinuaciones y proposiciones que se le hicieron para que trastocara su virtud. Ante su ejemplo de perfección moral palidecen los casos más reputados del género humano, que no son dignos de desatar la correa de sus sandalias.
¡Qué sombrío futuro el de la humanidad, si no fuera por este gobernante! Siempre sometida al vaivén de los cambios y las contingencias que, de forma imprevista y aleatoria, se presentan y echan a perder nuestros mejores sueños. Incluso en el mejor de los casos, la muerte, ese enemigo implacable, aparece para arrebatar lo más escogido que pudiéramos tener.
Pero he aquí Uno al que la muerte no pudo vencer, sino que más bien ha sido él quien la ha destronado para siempre y con ella también a todas las contingencias e imprevistos amenazantes. No puedo contentarme con menos que con este gobernante;
por eso celebraré la Navidad, sabiendo que de lo que se trata no es de añoranzas, ni de emociones, ni de calor familiar, sino de un Rey, grande, sabio, bueno, justo, poderoso e inmortal. Que habita en luz inaccesible, a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, al cual sea la honra y el imperio sempiterno.
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