Las excarcelaciones que se están produciendo y se van a producir en España de terroristas con delitos de sangre, a causa de que se ha cumplido el tiempo estipulado por la ley para tener a alguien preso, bien merecen una reflexión.
Aún en el caso de que la doctrina Parot hubiera sido respaldada por el tribunal de Estrasburgo, lo más que se hubiera prolongado su estancia en prisión serían unos pocos años, al término de los cuales la situación no hubiera sido diferente a la que actualmente se está dando, con una salida masiva a la calle de personas con un sanguinario historial a sus espaldas.
Hasta ahora no habíamos sido confrontados con las consecuencias que tendría la elaboración de un sistema jurídico en el que por definición quedaba excluido todo lo que no fuera darle una oportunidad al transgresor de la ley.
Como la oleada terrorista de ETA tuvo lugar especialmente en las décadas de los ochenta y noventa, parecía que treinta años de condena era una pena lo suficientemente severa para que los asesinos pagaran sus crímenes. Pero he aquí que los años han pasado, las penas se han cumplido y ahora nos damos cuenta de que las cantidades de tiempo estipuladas por la ley no eran suficientes, en vista de la magnitud de los asesinatos perpetrados.
Lo que en un momento dado parecía una dimensión de tiempo enorme, ahora se antoja pequeña, al contemplar el desequilibrio entre el mal cometido y el castigo aplicado. Y
de pronto nos hemos despertado a la dura realidad de ver que los muertos no volverán jamás, pero sus verdugos sí están de vuelta otra vez entre nosotros.
¿Es justa la diferencia de trato que los asesinos dieron a sus víctimas y la que la ley les da a ellos? Es evidente que no y hasta el más ciego puede verlo.
Pero
esa misma consideración abre una posibilidad ante la cual sentimos vértigo, consistente en la aplicación de la cadena perpetua o de la pena de muerte. Especialmente esta última es inadmisible, porque está asociada con regímenes dictatoriales, donde la brutalidad y la crueldad se practican cotidianamente. ¿Quién osaría romper una lanza en favor de un castigo tal, sabiendo que del mismo han hecho uso los peores tiranos que han existido, para consolidarse en el poder? Sistemas políticos y religiosos cuya barbarie ha pasado a la historia como paradigma de lo que nunca más debe repetirse.
Aunque la pregunta que surgiría es si el mal uso de una medida justifica la total abolición de la misma. Es decir, si los horrores cometidos en nombre de la justicia pueden acabar totalmente con su principio rector. Pero eso es lo que ha ocurrido, hasta el punto de conceptuar a quienquiera que pretenda seguir sosteniendo tal norma de justicia como un bárbaro, inquisidor y otros calificativos semejantes.
Pero el sentido moral es empecinado y ni siquiera las críticas más feroces consiguen acallar la denuncia que hace la razón sobre la indulgencia que se tiene hacia los asesinos, ni tumbar el peso del argumento de que la retribución ecuánime para el que ha matado impunemente es que pague el crimen con su propia vida, siendo un agravio a la justicia todo lo que sea menos que eso.
Pero ¿quién se atreverá, entre las autoridades competentes, a reconocer a estas alturas que si el mal uso de la pena de muerte es repudiable, no menos repudiable es que asesinos anden sueltos por la calle? Y en el caso de que se reconozca ¿quién osará mover un dedo para que lo repudiable deje de serlo?
De la máxima de que lo que importa por encima de todo es darle una oportunidad al transgresor, se extrajo la deducción de que nosotros somos mejores que Dios. Sí, porque ese Dios de la Biblia, especialmente en el Antiguo Testamento, con su severidad y rigor hacia el infractor, con sus penas de muerte inapelables para determinados casos de delitos, era la expresión de la venganza. Un Dios justiciero, como justicieros serían todos aquellos que asumieran sus planteamientos sobre la justicia.
¡Ah! Cómo nos regodeamos infamando su Nombre y su Libro, viendo que por fin le habíamos encontrado un punto débil del que podíamos sacar tajada, mediante el desdén y la burla. Solamente incivilizados salvajes y fríos puritanos, sin corazón ni sentimientos, podrían seguir defendiendo posiciones semejantes. Sí, definitivamente éramos mejores que Dios; más buenos, más compasivos y más humanos. Por fin lo habíamos derrotado en el campo del derecho y la jurisprudencia, que es el campo de la justicia. Habíamos puesto en evidencia al mismísimo Dios, porque nuestras leyes eran superiores a las suyas. Le habíamos dado jaque mate. Suponía el triunfo del humanismo sobre la religión, incluido el cristianismo, y había que subirse apresuradamente al carro de los vencedores, para no quedarse atrás y quedar en ridículo. Los creyentes se quedaron desarmados, mudos, ante tanta demostración de benevolencia humana e intolerancia divina.
Pero ¡ay! tras la borrachera de nuestra victoria nos hemos despertado con la resaca de que los asesinos están en la calle y los muertos siguen en sus cementerios y de pronto todas nuestras pretensiones han sido puestas en evidencia, así como nuestras nociones éticas de lo que es justo e injusto, de lo que es bueno y malo, de lo que es verdadero y falso. Es la humillación de nuestra jactancia y la vergüenza de nuestra soberbia. Es el cumplimiento, una vez más, de que "perecerá la sabiduría de sus sabios y se desvanecerá la inteligencia de sus entendidos."
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