De la palabra latina căput (cabeza) procede, mediante la francesa chef, nuestra palabra jefe, de manera que etimológica y semánticamente hay una conexión entre cabeza y jefe, siendo el jefe quien está a la cabeza de una entidad, formada normalmente por un colectivo de personas. Al estar en una posición de mando, sus decisiones irremisiblemente afectan a todos los que están bajo su guía, sea para bien o para mal.
De ahí que la responsabilidad que supone estar al frente para dirigir a otros sea muy grande, porque su destino está en manos de quien los guía.
Como en estos días España se ha vestido de luto, a causa del descarrilamiento del tren que iba a Santiago de Compostela,
es fácil comprender la significación que tenía la persona que iba al mando del tren. Todo parece indicar, aunque el asunto está bajo investigación, que su actuación fue determinante en el trágico resultado. Como jefe de esa expedición ferroviaria que había salido de Madrid unas horas antes, la seguridad de los pasajeros estaba, en gran medida, en sus manos. Las consecuencias de lo que el jefe hizo o dejó de hacer en el tren repercutieron sobre todos los demás.
Todavía están frescas en la retina
las imágenes del buque Costa Concordia varado de costado en la isla de Giglio, donde por una imprudencia del capitán (palabra que viene de
căput), se perdieron muchas vidas humanas. Es decir, que por causa de uno muchos perecieron.
Pero la jefatura que alguien ejerce sobre un colectivo de personas no sólo se refiere a una circunstancia coyuntural y corta, como son los casos de un tren o un navío, cuyas repercusiones no afectan nada más que a la seguridad física de dichas personas, sino a situaciones que perduran en el tiempo y cuyas consecuencias van más allá de lo físico, alcanzando a todas las esferas de lo personal.
De ahí que las actuaciones de un padre, un gobernante o un pastor, tengan un calado de profundidad inusitada, que van a trascender lo momentáneo y físico, pudiendo ser de beneficio o perjuicio incluso para generaciones posteriores.
Una de las grandes enseñanzas cristianas para explicar el por qué las cosas son como son en lugar de como deberían ser, es la relativa al pecado original. En la misma se enseña que
nuestra cabeza, Adán, hizo algo cuyas consecuencias fueron más allá de él mismo, hasta el punto de que toda su posteridad quedó fatalmente dañada por su conducta.
Es decir, que de la misma manera que hay una jefatura determinante en aspectos más reducidos de la vida, así hay una jefatura decisiva que engloba a la humanidad en conjunto.
Por eso, el pecado y la muerte son patrimonio común de la humanidad, dado que nuestra cabeza original nos llevó a ese estado de cosas. El precio de su imprudencia personal lo pagamos todos, no simplemente él solo.
Aquí hay dos principios envueltos: el de representación y el de vinculación. Por el primero, la actuación del representante incide en los representados; por el segundo, la posición de los vinculados está condicionada dependiendo a quién estén asociados. Como nuestro representante es Adán, los representados sufrimos lo que él hizo. Como estamos vinculados seminalmente con él, de él recibimos su mortífera tara. Así que el principio natural que enseña que según lo que haga el jefe así le pasa a los que están bajo su dirección, es también verdadero en el aspecto moral y espiritual en el ámbito universal.
Todo esto nos deja en una condición desesperada, porque indica que el mal que tenemos no es adquirido sino congénito, lo que supone que el remedio está más allá de nuestra capacidad, ya que quien es el problema no puede ser solución del mismo; por eso todas las posibles soluciones no son sino parches para ir tirando.
Pero hay otro jefe que ha sido puesto como cabeza de una nueva humanidad. A diferencia del jefe que cayó y arrastró consigo a todos, este otro ha triunfado donde el anterior fracasó, de manera que la incidencia de su logro repercute en los que están vinculados a él. Y así como el primero trajo ruina y perdición, éste trae salvación y restauración. Esa vinculación es orgánica, hasta el punto que se describe en términos de cabeza y miembros. Jesucristo es la cabeza y los vinculados a él son los miembros de su cuerpo, que es la Iglesia, la nueva humanidad.
Los pasajeros del tren de Santiago dependían del maquinista que conducía ese tren. Los del crucero Costa Concordia del capitán que lo mandaba. Y es que en última instancia todos dependemos de alguien. Por eso somos un fracaso, porque dependemos de un jefe fracasado. Pero gracias a Dios que él mismo ha efectuado una re-capitulación[i], que literalmente significa poner de nuevo a alguien como cabeza. Una cabeza que no ha fracasado ni puede fracasar.
Toda nuestra causa depende de dos jefes: Adán y Cristo. Si nos quedamos bajo el primero el desastre ya está asegurado. Por eso hemos de ponernos bajo el mando del segundo, sabiendo que con él en el tren llegaremos a buen término sanos y salvos.
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